Que no se lo lleve el viento, que no lo borre el tiempo
Querida amiga
Aun no puedo dejar de pensar en la noche anterior, en la luna, en el frío... Cada detalle era preciso, no perfecto porque tú sabes, las historias más bellas siempre cuentan con algún absurdo, con un toque que no encaja en los cuentos de hadas, ¡porque esta es la realidad!. La luna no estaba llena, pero iluminaba como si lo estuviera. La noche estaba fría hasta calar los huesos, por más ropa que tuvieramos puesta era incontrolable que la pera nos tiritara.
Ahí estábamos los tres, hablando de mil cosas, poniéndonos al día en el tiempo, en los años, en las mil cosas que había vivido cada uno, sin que el otro se enterara. Porque, amiga, tú y yo sabemos mejor que nadie que la distancia hace lo suyo, que por más que queramos es imposible mantenerse al tanto de tantos detalles, de tantas cosas que parecen ser rutinarias, irrelevantes, pero que a la larga son parte de nuestra vida, ¡arman nuestra historia!. Estábamos riéndonos de una de las historias contadas por Manuel, que al pobre siempre le pasan calamidades y no se si es la forma en que las cuenta o qué, pero no hay vez que no nos haga reír con los detalles (y de sólo pensarlo vuelo a soltar una pequeña risita, jeje).
Además de la sangre, lo que nos une a los tres es el dolor del pasado, de la infancia, de tanta injusticia, de la pena... Tú sabes amiga, la historia no fue fácil para ninguno de los tres y lo que más cuesta, hasta el día de hoy, es perdonar. Compleja tarea, pero tan necesaria para seguir adelante. No es fácil asumir a la madre que tenemos, pero esa noche dimos un paso inmenso, gigantesco.
De pequeños nos enseñaron a callar, nos enseñaron que hay cosas que simplemente no se hablan, que no es correcto tocar este tema, que no hay que hablar de aquello ni de lo otro. Y es curioso, pues nunca (al menos ninguno de los tres lo recuerda) se nos prohibió hablar abiertamente de tal o cual cosa. Miradas, gestos, incluso ciertas energías nos daban a entender que había que callar. Era un absurdo acuerdo tácito de no hablar, del cual participaba toda la familia. Bastaba una mirada -y disculpa que insista en esta idea, pero es la génesis del asunto, así es que me es necesario profundizar en ella- para que el tema cambiara radicalmente... y nadie decía nada. Pero esa noche fue distinta. Algo pasó, no sé bien qué (aunque probablemente sean los años y la necesidad común que tengo con mis hermanos de encontrar el perdón, de superar tantas cosas, de dejar atrás, de olvidar de una vez por todas), pero tuvimos el valor de enfrentarlo sin rabia, con todo el coraje del mundo y con el único fin de superarlo, pues ninguno de los tres tenía la intención de traspasarle culpas ni mucho menos de castigar a nuestra madre.

Nuestra conversación se vio interrumpida por su presencia. Se produjo un silencio de vacío, ni siquiera contábamos con el ruido de la ciudad o cualquier cosa que ayudara a que no se notara nuestra incomodidad. Quizás eso fue lo que nos llevó a hablar, ¡por una vez a no callar!. Lo logramos amiga, sin siquiera darnos cuenta comenzó la conversación, a ratos tensa, a ratos muy triste, a ratos culposa. Todos hablamos, cada uno de los cuatro, hablamos sin tapujos ni filtros (¿habrá sido la oscuridad de la noche, que nos impedía mirarnos a los ojos?). Y ella, amiga, mi madre, nos escuchó, entendió muchas cosas, varias de ellas incluso dijo haberlas olvidado, pero estuvo dispuesta a recibirlo todo, a escuchar y a hablar ella también. Y no hubo rabia, ni rencor, ni justificaciones innnecesarias, muy contrariamente a lo que alguna vez habíamos imaginado que pasaría si habláramos con ella. Lloramos los cuatro, a moco tendido, recordando, reviviendo y perdonando. Si hubieras estado ahí te habrías sorprendido, todo fluyó naturalmente, no hubo discusiones, ni sobresaltos, ni incomodidad. Como si hubiera estado escrito.
Hoy soy libre, amiga. Dejé la carga a un lado del camino, sin pasársela a nadie (nunca creí que fuera posible, siempre pensé que el dejarla implicaba pasársela a otro y mi conciencia no podía con esa idea, ¡¿te das cuenta!?). Hoy soy libre y nunca dejaré de serlo. Hoy te escribo para contarte que el descanso será eterno y que la recompensa es la vida misma, que recién ahora empiezo a disfrutar y que las palabras... nunca serán en vano querida.
Te quiero, hoy y siempre.
Mariela
Aun no puedo dejar de pensar en la noche anterior, en la luna, en el frío... Cada detalle era preciso, no perfecto porque tú sabes, las historias más bellas siempre cuentan con algún absurdo, con un toque que no encaja en los cuentos de hadas, ¡porque esta es la realidad!. La luna no estaba llena, pero iluminaba como si lo estuviera. La noche estaba fría hasta calar los huesos, por más ropa que tuvieramos puesta era incontrolable que la pera nos tiritara.
Ahí estábamos los tres, hablando de mil cosas, poniéndonos al día en el tiempo, en los años, en las mil cosas que había vivido cada uno, sin que el otro se enterara. Porque, amiga, tú y yo sabemos mejor que nadie que la distancia hace lo suyo, que por más que queramos es imposible mantenerse al tanto de tantos detalles, de tantas cosas que parecen ser rutinarias, irrelevantes, pero que a la larga son parte de nuestra vida, ¡arman nuestra historia!. Estábamos riéndonos de una de las historias contadas por Manuel, que al pobre siempre le pasan calamidades y no se si es la forma en que las cuenta o qué, pero no hay vez que no nos haga reír con los detalles (y de sólo pensarlo vuelo a soltar una pequeña risita, jeje).
Además de la sangre, lo que nos une a los tres es el dolor del pasado, de la infancia, de tanta injusticia, de la pena... Tú sabes amiga, la historia no fue fácil para ninguno de los tres y lo que más cuesta, hasta el día de hoy, es perdonar. Compleja tarea, pero tan necesaria para seguir adelante. No es fácil asumir a la madre que tenemos, pero esa noche dimos un paso inmenso, gigantesco.
De pequeños nos enseñaron a callar, nos enseñaron que hay cosas que simplemente no se hablan, que no es correcto tocar este tema, que no hay que hablar de aquello ni de lo otro. Y es curioso, pues nunca (al menos ninguno de los tres lo recuerda) se nos prohibió hablar abiertamente de tal o cual cosa. Miradas, gestos, incluso ciertas energías nos daban a entender que había que callar. Era un absurdo acuerdo tácito de no hablar, del cual participaba toda la familia. Bastaba una mirada -y disculpa que insista en esta idea, pero es la génesis del asunto, así es que me es necesario profundizar en ella- para que el tema cambiara radicalmente... y nadie decía nada. Pero esa noche fue distinta. Algo pasó, no sé bien qué (aunque probablemente sean los años y la necesidad común que tengo con mis hermanos de encontrar el perdón, de superar tantas cosas, de dejar atrás, de olvidar de una vez por todas), pero tuvimos el valor de enfrentarlo sin rabia, con todo el coraje del mundo y con el único fin de superarlo, pues ninguno de los tres tenía la intención de traspasarle culpas ni mucho menos de castigar a nuestra madre.

Nuestra conversación se vio interrumpida por su presencia. Se produjo un silencio de vacío, ni siquiera contábamos con el ruido de la ciudad o cualquier cosa que ayudara a que no se notara nuestra incomodidad. Quizás eso fue lo que nos llevó a hablar, ¡por una vez a no callar!. Lo logramos amiga, sin siquiera darnos cuenta comenzó la conversación, a ratos tensa, a ratos muy triste, a ratos culposa. Todos hablamos, cada uno de los cuatro, hablamos sin tapujos ni filtros (¿habrá sido la oscuridad de la noche, que nos impedía mirarnos a los ojos?). Y ella, amiga, mi madre, nos escuchó, entendió muchas cosas, varias de ellas incluso dijo haberlas olvidado, pero estuvo dispuesta a recibirlo todo, a escuchar y a hablar ella también. Y no hubo rabia, ni rencor, ni justificaciones innnecesarias, muy contrariamente a lo que alguna vez habíamos imaginado que pasaría si habláramos con ella. Lloramos los cuatro, a moco tendido, recordando, reviviendo y perdonando. Si hubieras estado ahí te habrías sorprendido, todo fluyó naturalmente, no hubo discusiones, ni sobresaltos, ni incomodidad. Como si hubiera estado escrito.
Hoy soy libre, amiga. Dejé la carga a un lado del camino, sin pasársela a nadie (nunca creí que fuera posible, siempre pensé que el dejarla implicaba pasársela a otro y mi conciencia no podía con esa idea, ¡¿te das cuenta!?). Hoy soy libre y nunca dejaré de serlo. Hoy te escribo para contarte que el descanso será eterno y que la recompensa es la vida misma, que recién ahora empiezo a disfrutar y que las palabras... nunca serán en vano querida.
Te quiero, hoy y siempre.
Mariela
Hola, está muy bueno tu blog!
ResponderEliminarEs en resonancia: etéreo.
Simple principio de relación tema-manuscrito.
Disculpa mis incoherencias.