Camelia

Cuando la vio, sintió como si la hubiera tenido en sus manos toda la vida. Fue un momento de esos que uno describe como "mágicos", de los que se sienten pocas veces. Y es que aquella Camelia era toda perfección: de un intenso y profundo color rosado, de gruesos pétalos y sólidas raíces, contenida en una maceta de greda tan común y corriente que la hacía ver aún más hermosa. Y aunque no tenía el dinero para comprarla, gastó aquello que le quedaba para alimentarse el resto del mes, si al final: ¿cuándo tendría una nueva oportunidad?.
La vuelta a casa fue caminar sobre nubes, como si el resto del mundo no existiera, eran sólo él y su maravillosa Camelia, sin pasado, sin futuro y con un perfecto presente aislados de la realidad. Al llegar fue directamente a ubicarla en el espacio vacío que había estado esperando por ella durante tanto tiempo. Había intentado antes con un Tulipán, una Violeta, una Siempreviva... ¡incluso con un Ficus! Y a pesar que cada uno de ellos tuvo su momento, ninguno era el indicado para llenar aquel espacio que significaba tanto para él. Hasta que llegó su anhelada Camelia.
Cada día al despertar, la observaba y se maravillaba una vez más con su hermosura. La regaba delicadamente, esperando con paciencia mientras la tierra absorbía cada gota entregada, compartida, hasta quedar una vez más nutrida y satisfecha, rebosante de vida. Antes de dormir limpiaba con suavidad sus hojas, que durante el día se dedicaban a contener todo el polvo que viajaba por el aire. Ella atrapaba toda su atención.
Con el tiempo, la vida empezó a sonreírle. Sentía que junto con la llegada de su Camelia todo había mejorado y los problemas empezaban a resolverse. Y así, poco a poco, volvió a retomar su vida diaria: volvió a juntarse con sus amigos, volvió a hacer eficientemente su trabajo, volvió a recorrer los bares y restaurantes que tanto disfrutó antaño... volvió a ser un hombre feliz.
Un día despertó agitado en medio de la noche. Tenía el pecho apretado y la boca seca. "Un mal sueño" pensó. Se levanto para ir al baño y al regresar a su habitación, se encontró con su Camelia, iluminada por la ténue luz de la luna. A penas podía distinguirse su color y había un par de pétalos en el suelo. Se acercó asustado y al verla algo marchita, se arrodillo y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas, justo después de recordar que no la regaba hacía tres días. ¡¡Tres días!!. ¿Cómo había podido olvidarla tres largos días?. Trajo agua y le dedicó largos minutos, como el primer día, esperando con amorosa paciencia que sus raíces lo absorbieran todo. Se acostó exhausto y con el corazón entristecido, jurándose a sí mismo que nunca más volvería a olvidarla, dulce Camelia, aquella que lo había conquistado con su bellos colores y firmes raíces, hoy lloraba pétalos de tristeza, de abandono. Se durmió. A la mañana siguiente se levantó directamente a verla y a pesar que estaba recompuesta, algo extraño notó, no supo definir si se trataba de su color, del brillo de sus hojas o de la fuerza de su tallo. Algo había en ella que no andaba bien, pero pensó que quizás aún estaba sufriendo las consecuencias de su descuido. Y aquella noche volvió a regarla y a limpiar sus hojas, esperando volver a ver en ella aquello que lo conquistó.
Pero él volvió a olvidar regarla al poco tiempo, y esta vez sintió una tristeza calma y vacía de lágrimas. Pasaba el tiempo y cada vez eran más recurrentes sus olvidos y poco a poco esa tristeza que sintió la primera vez comenzó a transformarse en indiferencia, pues su Camelia ya no le hacía sentir que el mundo era sólo de los dos, su intenso color rosado se había vuelto pálido y frío y su maceta de greda era... ¡ahhh! Cuánto detestaba esa maceta, ¡tan falta de carácter!. A veces, por las noches, recordaba el momento en que la vio por primera vez, recordaba esa felicidad tan inmensa que le hizo sentir. Recordaba cuando la trajo a casa y cómo estuvo durante días comiendo simplemente pan y bebiendo agua... hipnotizado con sus vivos colores y alimentándose del aire que ambos compartían y respiraban. En aquel tiempo no necesitaba nada más... ¿y hoy?, ¿qué había sucedido con esa embriagante sensación que otrora llenó sus entrañas? Sufría pensando que todo eso se había ido quién sabe dónde, y mucho menos, por qué.
La marchita Camelia que hoy estorbaba en su pasillo se había vuelto dolor y molestia: le recordaba cada día aquello que ya no existía y que era su deber mantener con vida, pues, ¡por dios!, ¿cómo podía abandonarla a su merced sabiendo que eso significaba una muerte segura?. Así, continuó regándola cuando lo recordaba y rápidamente, pues siempre tenía algo más importante qué hacer. Se acabó el amor paciente con el cual esperaba que se alimentara desde sus raíces. Se acabó la dulzura con la cual limpiaba cada hoja. Se acabó aquella mágica luz que lo mantenía a él, a su casa y a su vida llenos de amor y placer. Ya no quedaba nada.
Triste Camelia, hoy yace en el rincón viviendo una lenta muerte. Él ya casi la olvidó, pero un breve recuerdo de la sensación pasada lo lleva a prolongar su muerte en vida cada cierto tiempo a través de un gélido vaso de agua, que la Camelia recibe como llamas de fuego que la consumen poco a poco. Hoy ha llegado a casa la luminosa Azucena, dispuesta a llenarlo todo con su perfume y los vivos colores que lo conquistaron, esta vez, para siempre.
La imagen: Tang Yau Hoong
Me causó placer imaginar a alguien disfrutando mientras el agua es absorbida por la tierra que abraza a la Camelia.
ResponderEliminarEs una historia bella.
Tan parecidas que somos las personas a las flores.