La historia del teléfono roto, o el día que aprendí a volar

Mi primer smartphone top de línea fue el Samsung Galaxy S3, que compré a 5 meses de haber sido lanzado al mercado, a través de una oferta que Movistar ofrecía a empresas y a su vez, la empresa para la que yo trabajaba facilitaba el acceso a sus trabajadores para comprar descontando por planilla en las módicas cuotas que uno quisiera. Buena. Me costó cerca de 250 lucas y lo pagué en una sola cuota, bien choriza. Nunca en mi vida había pagado por un celular, pero me pareció una inversión útil pensando en mi trabajo y claro, por qué no decirlo, un caprichito que me quise regalar y ya está. Siempre pensé en tenerlo al menos dos años y ya luego vería con qué nueva maravilla me sorprendía el competitivo mercado de los teléfonos inteligentes.
En paralelo a esta historia, me cambié de trabajo e ingresé a una moledora de carne (en sentido figurado, claro). Como solía comprometerme a morir con mi empleador, me compré toditos los cálculos y demostraciones que indicaban que si empezaba a pasar todos mis gastos fijos a través de una tarjeta, la acumulación de puntos sería tan buena que tras unos 18 meses podía llegar a un monto -en puntos- que me permitiría hacer algún viajecito a Perú, Argentina o Brasil por $0. La raja. Así fue que acumulé y acumulé durante un año y llegué a poco más de  60.000 puntos, justo antes de ser despedida del trabajo (mi meta eran 90.000 puntos). Desde ahí ya se me puso cuesta arriba la acumulación de puntos, jaja, pero seguí y seguí sumando y poco antes de irme al viaje-de-la-vida pensé que sería bueno renovar a mi querido compañero móvil, pues sería la forma de comunicarme con mi gente durante los 4 meses que recorrería el sudeste asiático. Mal que mal, mi querido S3 ya cumpliría los 2 años. Y me encontré con que hacía poco, Samsung había lanzado el S5, que me empezó a hacer ojitos al primer contacto, je. El problema fue que yo no tenía aún los 90.000 puntos que pedían por él (equivalentes a unas 400 lucas, wow), pero sí existía la posibilidad de canjearlo con 60.000 puntos + unas 150 lucas. Después de pensarlo un poco, con el desempleo a cuestas y con todas mis lucas puestas en el viaje, decidí que igualmente valía comprarlo, así es que fui directo a la moledora de carne -esta vez, como cliente- y solicité el canje. La chica que me atendió hizo todo el trámite en el sistema, llamó a bodega para que lo fueran a buscar, descontó los puntos y justo cuando me disponía a pagar, le indican que el teléfono no estaba en stock. Puta. Me fui pa la casa sin teléfono y sin puntos, porque ya los habían descontado y el bendito "sistema" tardaría unas 48 horas en actualizar. Lo tomé como una señal para no hacer el canje -y no gastarme las 150 lucas que había que poner sobre los puntos- y finalmente viajé con mi fiel compañero S3. Tan fiel que, dicho sea de paso, unos días antes de viajar se me cayó desde un segundo piso y pegó directo en las cerámicas de la entrada de mi casa, sin causar ningún daño. Milagros.
A poco menos de 1 mes de viaje, me encontraba sentada en el lobby de un hostal en Georgetown, Penang, Malaysia, cuando mi compañerito móvil se me resbala del sillón y cae al suelo, en una altura de no más de 50 cms. Me flaquearon las rodillas y sentí cómo se me iban completamente los colores de la cara, al ver que la pantalla se había trizado. Y, entiéndanme, no se trata de ser materialista o no serlo, no es amor por un aparato, sino simplemente fue el terror de sentir que perdería el medio más sencillo y práctico para comunicarme con Chile, en los próximos 2 meses y medio que aún me quedaban de viaje. Y a esto también se sumaba la utilidad del GPS que me mantenía siempre orientada. ¡¡Mierda!! Casi, casi, lloro. Afortunadamente sólo fue eso, una trizadura de pantalla y mi fiel compañero continuó funcionando durante el resto del viaje (y hasta hoy).
Volví a Chile con unos 80 mil puntos acumulados. Aún me faltaban otros 10 mil (equivalentes a unos 3 millones de pesos en compras con la tarjeta). Finalmente tuve los puntos a fines de marzo, gracias a la ayuda de unos buenos amigos. Por fin podría canjear el anhelado teléfono y cuando fui a por él, Samsung lanzaba al mercado el revolucionario S6. "Uuuuuuuu! Y si espero un poco a ver si sale para canje?". Y salió para canje, pero costaba 120 mil puntos, es decir, me faltaban unos 9 millones de pesos en compras. Ah no, too much. Estaba lista y decidida a canjear el S5, cuando mi loro empezó a cuestionarme: "¿y te vas a gastar los puntos que juntaste durante 2 años EN UN TELÉFONO?, ¿cómo puedes ser tan caprichosa?, no estás generando ni un $ y ¿en serio vas a canjear un TELÉFONO?", pensaba mientras miraba el catálogo de canje y veía que por esos mismos puntos podía canjear un refrigerador side by side, un smart tv de 50 pulgadas, un box spring king size, un computador portátil... una cantidad de cosas del estilo que, si bien yo no necesito, a simple vista se mostraban bastante más valiosas que UN TELÉFONO. LPMQLRMP. Pensé también en canjear lo más valioso en $ y venderlo, en vista de mi situación económica. Pero cmon!! ¿de verdad había juntado puntos 2 años para canjearlos por 400 lucas que se me irían en pagar algunas cuentas, comer un rato y uno que otro tema así de cotidiano? Nopo, si los puntos son justamente para los caprichos, para canjear eso que nunca te comprarías porque es muy caro, qué se yo, esa es mi lectura.
Así que nada, después de 1 mes y medio debatiéndome con el loro, decidí canjear el bendito teléfono y llegó a mis manos antes de ayer, miércoles 27 de mayo. Lo recibí al mediodía, pero recién pude jugar con él en la noche. Al día siguiente estuve toda la mañana pegada bajando apps, sincronizando información, etc, etc y a las 15:00 salí de casa a buscar al pollo al jardín. Nos fuimos directo a una plaza a jugar y dejé el teléfono nuevo en mi banano, para dedicarle toda mi atención al cachorro. En un momento tomé el teléfono y revisé algunos mensajes, dejándolo esta vez en el bolsillo de mi polerón, para tenerlo más a mano. Ahí empezó el principio de la desgracia.
Jugábamos a reyes y reinas, a dragones que hay que matar con espadas invisibles, a peligros desconocidos que tenían todos nuestros sentidos alerta. Caminábamos lento y susurrábamos: "¿escuchaste eso?, ¿qué será?" le decía yo al pollo y él agrandaba sus ojos sin dejar de mirar los míos, aguzaba el oído y avanzaba con pacitos cortos, atento, expectante y me decía "no sé, investiguemos" con un hilo de voz. Lo que sonaba era una de esas radios de onda corta que usan los guardias, de manos de un chiquillo que se encontraba al otro lado de la reja, medio camuflado por los árboles, que, por supuesto, el pollo no había visto. Cada vez que la radio sonaba, Raúl se daba vuelta hacia mi y se le arrancaba un suspiro de sorpresa, mostrando que realmente estaba curioso, aunque no por eso perdía la cautela. Esa es la magia de tener 3 años y 8 meses. Llegamos hasta el guardia y el misterio fue develado. Pajarito me miró y levantando la voz, me dijo: "¡es una radio!" y antes que yo dijera algo, le preguntó al muchacho qué decía la radio y este, entrando en juego, le respondió: "Patagonia". "¡Dijo Patagonia, tía!" me dijo con los ojos brillantes de emoción. ¡Miamor!
Y así, metida en el mágico mundo de las fantasías, fue que me paré en lo que quedaba de tronco de un árbol cortado hace años y le dije a Raúl: "¡mira! una plataforma para despegar y volar. ¿Sabías que yo puedo volar?". Negando con la cabeza y algo boquiabierto -creyendo, sin dudar, mis palabras- me miró mientras yo batía frenéticamente los brazos/alas y me lanzaba al infinito ¡y más allá!, convencida de que mis pies en cualquier momento se despegarían de la tierra y podría demostrarle al sobrino que todo es posible. Pero mis pies siguieron pisando suelo firme y sentí el "¡pla!" del teléfono en el maicillo. Y de lejos vi la pantalla trizada, mientras me acercaba sin pestañear ni respirar, pensando: "naaaa, apuesto que es sólo un efecto visual, producto de la tierra y las piedrecitas que tiene encima". Y no po, me equivoqué y abruptamente bajé al mundo de los adultos, para ver los 90.000 puntos/$400.000/2 años de ilusiones reunidas, realmente trizado. Y recordé la sensación que tuve estando sentada en el sillón roñoso del hostal en Georgetown, que me duró 1/4 de segundo porque me di cuenta que esta vez no sentía lo mismo, que esta vez sólo se trataba de un teléfono y que ¡oh! se había roto en menos de 24 horas. Y me reí. ¡Y me sigo riendo! Porque pienso en lo barato que me costó volar con mis propias alas y en que pagaría un millón o tres billones de veces este precio para seguir volando.

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