Viva la diferencia?

Llevo un largo tiempo pensando en las diferencias de los géneros. Nunca pasé por la etapa de considerar que las mujeres son superiores a los hombres, ni viceversa. Sí creí, por largo años, en la igualdad de géneros en todos los sentidos; nadie podía venir a decirme que hay algo en el mundo, lo que sea, que hombres o mujeres no pudieran hacer, decir o pensar. Y la verdad es que sigo pensando así. Todos somos capaces de hacer cualquier cosa, pero una que otra aventura de vida me ha llevado a reformular mis ideas y a remitirme a la esencia más primitiva del ser humano, a lo más básico de lo básico, a lo puro que hay en el género.

Desde chica siempre fui bien niñito: me gustaba jugar con autitos, saltar de árbol en árbol, peleaba cuando tenía que peinarme y si hubiera dependido de mí, nunca jamás habría usado ropa, pues amaba andar pilucha. Una vez al mes acompañaba a mi papá a las carreras de Jeep Fun Race en las que él y mi tío corrían, el ruido de los motores y el barro me hacían vibrar. En el colegio, tenía más amigos que amigas y a medida que fueron pasando los años y con la llegada de la adolescencia me fui cuestionando el rollo de la femineidad y lo –en extremo- ajena que me sentía con ella. En algún punto llegué incluso a pensar que esta era mi primera vida de mujer. A pesar de esto, mi sexualidad estuvo siempre bien definida y nunca me la cuestioné: me gustaban los niños y empecé a pololear como cualquier otra chiquilla, a eso de los 12 o 13 años. Y pololeé harto, debo decir.
La idea de que esta era mi primera vida de mujer se fue fortaleciendo con los años e incluso muchas veces sentí que estaba “abusando de mi género” para justificar actitudes o elecciones que -según yo- no reflejaban mi personalidad, como comprar otro par de zapatos o llorar desconsoladamente una pena de amor.

Recién en mis últimos años de vida -después de los 30- me he conectado con lo más primitivo de mi género y he dejado de sentirlo ajeno. Cuando empecé a sentir la femineidad como algo propio, mi espíritu rebelde me llevó a cortarme el pelo violentamente, pasando de llevarlo largo-a-lo-canuta, a un corte bien punky todo lo rudo que podía ser, en un acto que hoy defino como total y completamente feminista, jaja. Quería demostrarle al mundo, una vez más, que no pertenezco al “sexo débil”, como se nos definió hace un siglo atrás.

El verano del 2013 fui a la Vega a comprar un cajón de tomates para preparar conservas. Recuerdo que estacioné al otro lado del Mapocho, cerca del Mercado Central, pues al volver quería aprovechar de comprar pescado. Recorrí la Vega y llené mi carrito de verduras varias y al terminar el recorrido, me paré en un puesto a comprar los tomates. Eran 16 kilos contenidos en un cajón de pino en bruto que decidí echarme AL HOMBRO, en vista que ya tenía una de mis manos ocupadas arrastrando el carro. El tipo que me vendió los tomates vaciló cuando le dije que me los llevaría así y estuvo unos minutos pensando cómo ayudarme, mientras me explicaba que no podía acompañarme porque estaba atendiendo solo. Yo me reí y le dije que no se preocupara, que soy una mujer fuerte y que andaría bien. Nada convencido, levantó el cajón y me lo subió al hombro que, dicho sea de paso, llevaba al descubierto. Lo sentí pesado, pero creí que llegaría sin problemas hasta el auto, para lo cual debía atravesar la Vega completa, otra cuadra hasta Santa María, atravesar el mercado Tirso de Molina y cruzar el Mapocho. Antes de ponerme a caminar, incluso le dije al vendedor: “¿Ve? ¡Juego de niños!” y partí dejándolo atrás entre risas e incredulidad. Había mucha gente y avanzar no era fácil. Rápidamente empecé a sentir como las astillas del cajón me raspaban y se me enterraban en la piel, mientras el brazo me tiritaba y yo dirigía mis mejores miradas de odio hacia todo el mundo, jurándome Moisés haciendo el milagro de abrir el Mar Rojo para que pasaran los israelitas. Obviamente el mar no se abrió ni nadie se conmovió con mis ojos desorbitados ni mis brazos tiritones y al poco andar tuve que parar y a duras penas, bajarme el cajón del hombro, con el ego por el suelo y la cabeza en un gran signo de interrogación, incapaz de comprender cómo es que no era capaz de llevar un “simple” cajón de tomates hasta el otro lado del río. Y me reí por lo absurda de la situación, mientras pensaba cómo resolver el problema, pues no iba a dejar tirados los tomates. Logré desocupar algo así como ¼ del cajón, metiendo tomates en cada rincón vacío que tenía mi carrito y cual negra me puse el cajón entre la cadera y el brazo y seguí la ruta. Pero al salir de la Vega, volví a sentirme incapaz de cargar con tanto peso y paré en un puesto a comprar un segundo carrito. Y así fue como volví a casa con dos carritos, auto humillada y obligada a agachar el moño ante la propia creencia de omnipotencia. Tardé un par de semanas en comprender que no puedo hacer TODO lo que mi cabeza cree que puedo hacer (y sin dudarlo, la muy barsa).

A partir de ese momento es que empecé a profundizar en las ideas acerca de la diferencia de los géneros, en que no todos podemos hacerlo todo, en lo importante que resultan los complementos y sobre todo, en aprender a conocerse y a identificar las propias fortalezas y debilidades. Y no hablo de “lo que podemos hacer” como un concepto limitante o prohibitivo. Está claro que con paciencia, dedicación y práctica, todos podríamos hacer de todo. Hablo de aquello que por naturaleza nos fluye sin la necesidad de ser entrenado. Vuelvo a lo primitivo del género y me transporto al tiempo de las cavernas, donde los hombres salían a cazar para alimentar a la tribu y protegían a todos de animales y cualquier peligro, mientras las mujeres parían, criaban y hacían que el hogar se sintiera como hogar. Las cosas han cambiado desde entonces, desde luego, y en el camino, la construcción de la sociedad fue distanciando a hombres y mujeres, generando diferencias absurdas relacionadas a la inferioridad/superioridad de unos sobre otros. Existen varias marcas en la historia en la búsqueda de eliminar esas diferencias, desde lo más trivial, como el que las mujeres empezaran a usar pantalones en los años 60, hasta lo más profundo y revolucionario, como el derecho a sufragio femenino, en 1948 o el ingreso de la mujer al mundo laboral en forma masiva, hace unos 40 años. En esta material, hoy existen situaciones que, a mi modo de ver, resultan inexplicables, como el hecho de que las mujeres ganen menos que los hombres en cargos y condiciones prácticamente idénticas. En fin, ese tema da para mucho y no es precisamente el foco de esta columna. Volviendo al tema central, la diferencia de los géneros, quiero detenerme en los roles, en la función que hombres y mujeres cumplen al estar en pareja. Porque, querámoslo o no, es indiscutible que cumplimos determinados roles en todas nuestras relaciones.


Hoy me encuentro reformulando ideas, derribando viejos paradigmas y permitiéndome cuestionar absolutamente todo lo que alguna vez pensé, incluso aquellas cosas que resultaban indiscutibles para mi, ideas que prácticamente formaban parte de mi personalidad. Recuerdo que cuando tenía veinte años, la virtud que más aplaudía en un ser humano era la consecuencia, el ser de una sola línea, pensando y actuando coordinada y consecuentemente. Hoy me cago de la risa de eso y definitivamente no es ni medianamente cercano a la virtud que más valoro. Hoy abrazo mi femineidad y a la mujer que soy, me dejo crecer el pelo y uso mucho más falda que pantalones, porque amo ser mina y relacionarme desde ahí con el mundo. Hoy me permito histeriquear si así lo siento, llorar a moco tendido y sin vergüenza, aún cuando “ellos” piensen que es una forma de manipular, whatever. Hoy aplaudo a esas maravillosas mujeres que deciden quedarse en casa, momentánea o permanentemente y abordar la maravillosa tarea de criar y entregar amor desde ese lugar a su familia. Hoy abrazo con el alma a esos hombres que protegen y proveen, sin olvidarse que los “te quiero” y esa caricia espontánea y cálida es tan importante como traer el pan a casa. Hoy me detengo a redefinir -para mí misma- lo que es el rol de hombres y mujeres en la pareja, comprendiendo que no responde a un “deber ser”, sino a lo que a cada quien le fluye naturalmente y a la hermosa tarea de identificar a ese otro que complementará el rol que tú cumples, primitivamente y desde tus entrañas. Porque finalmente de eso se trata, de identificar tu esencia y desde ahí pararte con determinación y firmeza, de conectar con lo más profundo de ti y relacionarte desde ahí. Hoy concuerdo con Pilar Sordo y su “¡viva la diferencia!”, aunque su discurso general no me agrade ni me represente, pues sí, somos diferentes y esas diferencias son las que, al menos a mí, me hacen mantener la idea de dejar la soltería cuando ese hermoso complemento aparezca ante mis ojos. 

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