Dulce veneno, dulce verdugo

Hace unos días, mi querida amiga Pato me invitó a escribir una entrada en su blog. ¿La temática? Nada más y nada menos que EL AZÚCAR, a propósito de la lucha que estoy dando para salir de la adicción a la misma, porque, sí, lo primero que hay que saber cuando hablamos de este cristalino y seductor enemigo, es que es adictivo. En cuanto recibí la invitación dije “¡Sí!”, pues escribir es una de mis pasiones y qué mejor que hacerlo por un bien social, considerando, además, que aún hay muchos que no se han enterado de los infinitos daños que el azúcar produce. Inmediatamente después de aceptar pensé: “chuta, ¿qué puedo decir yo al respecto? No soy doctora, científico ni una experta en el tema. No puedo dar una explicación química ni biológica que explique por qué el azúcar es veneno, sólo tengo unos meses de haber ‘descubierto’ esta información…”. Y bueno, con los días comprendí que justamente lo que puedo decir al respecto tiene que ver con mi propia experiencia, así es que aquí voy.

En abril de 2015, mi queridísima amiga Karolina Lama lanzó su primer libro titulado “Quiero ser flaca y feliz” el cual, en simples palabras, entrega un método para dejar las adicciones, enfocado específicamente en el reiterativo y transversal tema del peso y la búsqueda de las féminas por conseguirlo, todo contado en un lenguaje que permite que cualquiera lo entienda, elocuentemente acompañado de las ilustraciones de Maliki, su coautora, quien llevó al dibujo gran parte de los relatos de la Karola. Pues bien, leí el libro básicamente por apoyar a mi amiga. Importante me resulta aclarar que no pertenezco a ese inmenso grupo de mujeres que lucha o ha luchado contra el peso. En mis 35 años, jamás he hecho una dieta y no es porque sea una sílfide, sino simplemente porque nunca he tenido temas con mi peso. Mentira. Hubo un paréntesis en mi vida en este sentido; un par de años en los que mi peso sí fue tema para mí, a raíz de una ex pareja que -según dijo- sin quererlo, me hizo cuestionar este tema y no sólo eso, sino que llegué hasta a terapearme por esto (la historia da para hablar de otro tema, pero no quiero irme por las ramas). En fin.

Leí “Quiero ser flaca y feliz” y me encontré con impresionantes cifras y la muy precisa idea de lo tremendamente dañina que es el azúcar, mucho, muchísimo más allá del peso. Lo primero que me provocó un tilt fue enterarme que ese dulce veneno es 7 veces más adictivo que la cocaína. Siete veces. SIETE. ¡Conchasumadre! ¿Me estás diciendo que yo, la que no depende de nada ni de nadie en la vida, la rebelde con todas las causas del mundo, la que puede prescindir de todo y de todos, soy adicta A ALGO? ¡No me lo puedo creer! Todo lo que leí después de eso fue imposible retener, pero haciendo mi mejor intento por explicar lo que entendí: el azúcar no sólo es altamente adictiva, sino que también produce “algo” a nivel químico y cerebral, que nos hace sentir hambre y más hambre. Y como no estoy escribiendo esta entrada desde el ángulo experto, sugiero recurrir al siempre bien ponderado amigo Google para obtener información a borbotones (o en su defecto, leer QSFYF).

Desde muy chica fui adicta a los dulces. Cualquier caramelo, chocolate, caluga, pastel, masita, koyak, pastilla, masticable, turrón, helado, paleta, gomita, sustancia, postre, torta o confite era el paraíso para mí. No era nada raro que al vaciar mis bolsillos hubiera algún dulce. Recuerdo el pregón del heladero de El Arrayán como la mejor de las melodías, mientras juntaba mis gordas manitos y las batía frenética pidiendo una moneda a mi mamá, a mis abuelos y a mis tíos, para bajar corrieeeeeeendo las escaleras de piedra y llegar sin aliento hasta mi buen amigo heladero, quien, como siempre, me esperaba con una sonrisa y un Chocolito, un Holiday, un Lollypop o cualquier otra dulce paleta helada. Ahhhhh, ¡era la gloria! Tampoco puedo olvidar lo maravillosos que resultaban los días viernes cuando tenía 7 u 8 años, pues ese día era la visita a la fábrica de golosinas “Dos en uno” que hacía mi padrastro cada semana, volviendo a casa cargado de delicias que me llenaban la panza y el corazón. Estos son una pequeña parte de los innumerables recuerdos que tengo en torno al azúcar.

Y ahí me encontraba yo: pronta a cumplir los 35, sentada en el living del que muy luego sería mi ex departamento, con un tremendo giro de vida a cuestas y enterándome que era una adicta al azúcar. Pero no fue sino hasta unos 4 meses más tarde que decidí hacer el intento de eliminar a este dulce verdugo de mi vida. Fue poco antes de los tijerales de mi nueva casa: pensé que sería bueno hacer un detox de 15 días en los que consumiría 0 azúcar procesada (sólo comería el azúcar que naturalmente tienen las frutas y algo de miel para los momentos más “críticos”). Esto del detox no fue algo que leí ni que alguien me sugirió, simplemente pensé que sería bueno estar algunos días sin consumirla y limpiar así un poco el cuerpo, para luego continuar con bajo consumo, es decir, pasar de consumirla todos los días, a no más de 1 o 2 veces por semana (básicamente por la torta de algún cumpleaños o el postre de alguna invitación a comer). De hecho, de acuerdo a lo que he leído y escuchado de boca de expertos, la desintoxicación real se produce a los 3 o 4 meses sin consumir. Los primeros 4 días de la desintoxicación fueron bastante horrorosos y muy clarificadores: la cabeza me bombeaba constantemente, me sentía irritable a más no poder y tenía constantemente la imagen de un rico pastel, un chocolate o esas maravillosas calugas Varsovienne en la cabeza. Por primera vez y más allá de lo que leí, me sentí como una verdadera adicta y entendí que se trataba de un problema real. Al quinto día todo empezó a mejorar: ya no me dolía la cabeza, mi ánimo y genio mejoraron considerablemente y la idea de comer alguna golosina azucarada dejó de aparecer en mi mente 200 veces al día, reduciéndose a sólo 4 o 5 veces. Terminé los 15 días de mi auto inventado detox para los tijerales de mi casa, cuando mi mamá trajo una torta de milhojas con manjar y mermelada de frambuesa y yo me comí controladamente un trozo de tamaño pequeño (que sabía muy rico, no puedo negarlo, pero tampoco TAN RICO como recordaba). A partir de entonces y tal como me lo propuse, sólo consumí azúcar una vez por semana, muy eventualmente, dos. Sin quererlo ni pretenderlo y sumado al consumo de energía que me demandaba dar masajes tailandeses (justo en esa época hice un curso), empecé a perder peso. No sé con exactitud cuánto bajé, pero calculo que fueron 5 o 6 kilos en 3 meses. Además del peso, un cambio sumamente notorio que tuve en mi día a día fue el empezar a despertar muy temprano y sin ni una pizca de sueño, algo que no tengo recuerdo de haber vivido antes en mi vida adulta. No está de más aclarar que en esos días yo no tenía un horario determinado que me obligara a despertar temprano, pero aún así, cada día despertaba entre las 6:30 y 7:00 am, incluyendo sábados y domingos, descansada, despejada y sin la clásica “modorra” que han tenido todos mis anteriores despertares desde que tengo uso de razón. El tercer cambio que me parece destacable es que dejar de consumir azúcar fue seguido automáticamente por dejar de tomar alcohol, pero no porque me lo propusiera, sino simplemente porque ya no me apetecía, así de sencillo.

A los 3 meses me fui a un curso de meditación Vipassana, en el que se nos daba de comer determinado menú que, muy a mi pesar, incluía azúcar al desayuno. “Bueno, sólo son 10 días, ya volveré a mi habitualidad cuando regrese a casa”, pensé sin saber lo mucho que me costaría retomar. Esta fue la segunda vez que evidencié la adicción, pues volver a dejar el azúcar me costó nada menos que 2 meses y medio. Y bueno, luego de nuevos 15 días de desintoxicación y de retomar con más energía la idea de dejar el azúcar al 100%, tuve una nueva breve recaída hace un par de semanas atrás, mientras disfrutaba de unos días de playa con mi mejor amiga y medio enloquecí comiendo pasteles, churros, helado, palmera y cuchuflí. Y ya estoy, una vez más, hace tres semanas sin consumir el blanco veneno.

Por distintos motivos, me ha tocado conversar respecto a este tema con diferentes personas, hombres y mujeres de distintas edades y lo que recurrentemente escucho es: “ahhh, pero tú consumías azúcar todos los días, poh. Yo con suerte una vez a la semana me como un quequito, un pedazo de torta o un postre. Al café/té nunca le he puesto azúcar. ¡Por suerte no tengo tu problema!”. Pero, ¿saben qué? Yo tampoco le pongo azúcar a mi té desde hace ya unos 8 años y ese pedazo de torta o ese postre también me lo comía una vez a la semana… ¿y qué hay de las galletas que comemos en una reunión? ¿o de ese super 8 que nos zampamos en un ataque de hambre a las 11 de la mañana? O, peor aún, ¿qué hay de todos aquellos procesados que, aún siendo salados, contienen azúcar? Porque, queridos amigos, por si no lo sabían, les cuento que gran parte de los procesados llevan este veneno: pastas, arroz, salsa de tomate, mostaza, ketchup, mayonesa, snacks varios, el pan de las hamburguesas de esa cadena de comida rápida que tanto te gusta… todo, todo, ¡todo tiene azúcar! Para qué vamos a hablar de la (personal) desconfianza en la información que contienen las etiquetas, eso sería fácilmente reconocible como paranoia, ¿no?


Una de las preguntas más reiterativas de parte de quienes se han interesado en el tema, asumiendo también la adicción, es cómo ganarle a las ansias de “algo dulce”. Yo hago varias cosas para eso: lo primero es tener por ahí un chocolatito sin azúcar (hoy contamos con varias alternativas en el mercado), al que recurro sólo cuando me estoy “trepando por las paredes”, jajaja. La miel también ha sido una de mis grandes amigas en este camino, aunque procuro no abusar de ella. Además, mi gusto por la cocina me ha llevado a profundizar más y más en la cocina sin azúcar (ya llevo 2 o 3 años experimentando la “cocina saludable”), así es que recurrentemente estoy probando una nueva receta de brownies, helados de fruta, bombones libres de azúcar y miles de delicias muy fáciles y rápidas de preparar. Al final todo se trata de entender en profundidad por qué estamos haciendo tal o cual cosa. De ahí que, para mí, el argumento de “no comas azúcar (u otra cosa) porque hace mal” o “porque engorda” no me vale. Yo soy de las que necesita un motivo de mayor peso (y apuesto a que a muchos les pasa) y así como lo tuve con el daño que produce el gluten o lo nefasto que resultan los lácteos, también lo tuve con el azúcar y a partir de ahí se produjo el clic del cambio y nació el “querer”, sacándolo de la obligación y de la tortura en la que se transforma dejar de comer algo que siempre nos pareció un total y completo manjar de dioses.

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