Vuelta al mundo (las ganas de...) - Uruguay
Salimos de Santiago de Chile el miércoles 3 de mayo en un vuelo de la aerolínea Sky a las 8:30 am. El tiempo pasó muy rápido desde que planificamos el viaje que surgió a partir de una idea fallida: el 10 de marzo partiríamos rumbo a Chiloé a pedalear por la isla y por parte de la Patagonia, pero una semana antes de salir, mi compañero se accidentó escalando y tuvimos que suspender. Fue así como una noche, entre las ganas de viajar frustradas y una muy entretenida herramienta de skyscanner.net, nos encontramos con una opción para volar Santiago-Tokio-Santiago por $450.000 (unos USD 600), que estuvimos a un tris de comprar y que finalmente descartamos porque una compra impulsiva de esa magnitud no suele ser la mejor idea. Lo importante es que ver que llegar al otro lado del mundo no nos costaría millones fue lo que encendió en nosotros la idea de viajar largo y así, ejercicios más y ejercicios menos nos movilizaron a comprar los pasajes a Montevideo, Uruguay, con la intención de atravesar el país y subir por el sur de Brasil hasta São Paulo, desde donde están las alternativas más económicas para salir del continente americano. Así, el 17 de marzo ya teníamos pasajes comprados y fecha de viaje y aunque aún nos quedaban poco menos de 2 meses, no fue sino hasta unos días antes que empezamos a prepararlo todo, en evidente estado de premura, casi urgencia. Y, como es de suponer, varias cosas no dl todo importantes se quedaron sin hacer y ya está, ¡nos vamos! La noche antes del vuelo nos quedamos hasta las tantas preparando nuestras mochilas y dejando varios temas cerrados a través de internet. Menos de 2 horas de sueño y el despertador sonaba a las 5:30 am, dejándonos el tiempo justo para despabilar, vestirnos y estar prestos a las 6:00 am para salir. Mi papá nos llevaría al aeropuerto y yo me di el tiempo, incluso, para una breve ducha. 5:50 y Shogun, mi gatito de tan sólo unos meses de edad, reclamaba mi atención insistentemente. Lo tomé en brazos y seguía quejándose y yo pensaba "pobrecito, está triste porque nos vamos" al tiempo que bajé la cabeza y vi que se estaba cagando sobre mí ¡mierda! Lo más rápido que pude escobillé parte de mi polerón y pantalón y los sequé un poco con el secador de pelo. Me reí, en serio me reí con el mejor ánimo. Ya está, ¡chao Arrayán!
A penas una semana antes de viajar habíamos decidido llevar nuestras bicicletas, en vista que Diego estaba bastante recuperado de la rodilla. Recorrer Uruguay en bici sería una buena aventura, una linda forma de conocer el país y una excelente forma de ahorrar, por qué no decirlo. Estábamos dejando Chile con un presupuesto bastante acotado, en vista que nuestros autos no se vendieron antes de salir. La venta quedaba a cargo de nuestros respectivos padres, quienes muy amablemente se ofrecieron a ayudarnos con la tarea. Unas semanas antes de partir, me encontré con un vecino en el supermercado, quien se había enterado por Facebook de la venta de mi auto y en ese encuentro me preguntó él por qué de la venta.
- Me voy de viaje - le expliqué, escueta.
- Mira que bien, ¿dónde?
- Quiero recorrer el mundo- le dije con una amplia sonrisa
- ¡Oh! Que maravilla. ¿Y por dónde empiezas?
- Volamos a Montevideo con mi pololo - le expliqué
- ¿En serio? Sabes que yo tengo un apartamento allá, voy seguido por el trabajo, cuenta con él si así lo necesitas...
- ¿De verdad? ¡Sería excelente! Se lo voy a comentar a Diego, seguramente te voy a cobrar la palabra pues estamos buscando las alternativas más económicas siempre, ¡es la única manera de viajar largo! - le dije para cerrar la conversación y me fui pensando, una vez más, en cómo todo se va alineando cuando las cosas tienen que ser. ¡Universo generoso!
Llegamos al aeropuerto a buena hora. La espera para el check in era algo larga y como andábamos con nuestras bicicletas embaladas en cajas, cuales televisores LED, Diego se fue hacer la fila y yo me ubiqué a un costado con el carrito. Por ahí justo estaba un counter disponible para los clientes VIP y como nadie venía, la chica me hizo pasar. Llamé a Diego rápidamente y nos chequeamos. Habíamos pagado una cifra bastante razonable por llevar las bicis ($38.000 por ambas, unos USD 50) y estábamos listos cuando notamos que la dependienta no nos pedía nuestras mochilas. Al hacérselo notar ella nos dice: "pero si ustedes sólo pagaron por llevar equipaje deportivo y y está chequeado. Esta es una aerolínea low cost y sus pasajes sólo incluyen equipaje de mano". ¡Mieeeeeeerda de nuevo! ¿Cómo se nos pudo ir ese "detalle"? Y es que, claro, la recientemente inaugurada aerolínea low cost, Sky, es la primera en Chile y si bien yo había viajado en otras partes del mundo bajo esta modalidad, no conecté con la verdadera definición de "low cost", ya que en nuestro país suele estilarse que las compañías adopten conceptos de este estilo desde el punto de vista más marketero que tan real. Ante nuestra sorpresa, la chica nos sugirió pagar por una de nuestras mochilas, cargarle el mayor peso a esta y apostar a que la segunda pasara como equipaje de mano, de lo contrario nos pararían al subir al avión y tendríamos que pagar más de lo que se nos cobraba en el counter ($17.000 pagamos por la mochila, aprox. USD 25. Si nos cobraban por la segunda al abordar, serían $25.000, USD 32 más). Decidimos correr el riesgo y no tuvimos problema con la segunda mochila al abordar.
El vuelo fue e de poco más de 2 horas, tiempo que mayormente dormimos. Como buena aerolínea de bajo costo, pareciera ser que hasta saliva ahorra el capitán y la tripulación pues nunca nos dijeron cuánto tardaríamos, qué hora era al aterrizar, qué temperatura había ni ningún tipo de información útil. ¡Bue! Bajamos del avión, hicimos el ingreso en policía internacional y nos conectamos al wifi -gratuito- del Aeropuerto Carrasco en Montevideo. Sorpresas más, sorpresas menos, nos encontramos con un whatsapp de parte de mi vecino en el que nos indicaba que hubo problemas con el apartamento y que nos podría prestárnoslo. Y por algún motivo, ni a Diego ni a mí nos extrañó, con lo cual simplemente utilizamos una app para buscar hostel (variamos entre hostelworld, hostelbookers y booking.com), marcamos en nuestro mapa un par de alternativas y nos pusimos a la tarea de armar las bicis para pedalear los 30 kms. que nos separaban de nuestro primer destino: el centro de la ciudad. Mientras Mi compañero cumplía la tarea, yo me desvivía por intentar solucionar un conflicto con mi banco: pasó que el viernes antes de viajar quise usar mi tarjeta de débito en un cajero y esta falló. Al tercer cajero en que intenté usarla seguía fallando y me fui directo a mi banco a pedir ayuda; la tarjeta ya no quería funcionar. El problema era que estábamos a viernes y el lunes siguiente era feriado, lo que me dejaba sólo un día para solucionar. Mi -siempre resolutiva- ejecutiva me explicaba que normalmente una nueva tarjeta tarda 48 hrs. hábiles en estar disponible, pero que dado el caso y ante el sentido de urgencia, podría tener una nueva tarjeta el martes al mediodía, a retirar en sucursal del centro. El último paso sería activar la tarjeta al día siguiente de retirarla, es decir, cuando estuviéramos en el aeropuerto, justo antes de volar (el trámite no se puede hacer fuera de Chile). Y claro, entre las pocas horas de sueño y el imprevisto de nuestras mochilas, olvidé por completo activar la bendita tarjeta. Afortunadamente llevaba conmigo una copia de la misma, pero aún así nos dejaba intranquilos el no contar con una segunda de respaldo, pero ya en Uruguay no teníamos mucho más que hacer que comprender, por millonésima vez en la vida, que por más que uno busque controlar factores, todo queda en una simple ilusión de la cabeza, ¡de qué control estamos hablando! Y ya, un par de e-mails de ida y vuelta con mi super ejecutiva me bastaron para entender que no había mucho más que hacer, más que subirnos a nuestras bicis y pedalear a Montevideo (y más allá).
Diego fue el encargado de armar las bicis, mientras yo histeriqueaba entre la búsqueda de alojamiento y solucionar el problema de la tarjeta de débito que olvidé activar en Chile. Después de eso vino la tarea de cargar las bicis con nuestro equipaje: dos mochilas, dos alforjas, carpa, bolsas secas, todo distribuido de la mejor manera que encontramos en parrillas delanteras y traseras, amarradas con cordines y huinchas. Así surgía uno de nuestros primeros -y pocos- arrepentimientos: ¿por qué no hicimos la prueba previa del montaje estando aún en Chile? Lo habíamos conversado y sí, la idea era cargar las bicis tal cual lo haríamos para viajar y pedalear con ellas algunos kilómetros para ver cómo las sentíamos. También quisimos irnos a pedalear un día una buena distancia (sus 50-60 kms.), pero sólo fue otra cosa que no concretamos (para qué entrar en detalles como que no nos dio el tiempo y demás). Nada, ahí estábamos ya dispuestos a pedalear los cerca de 30 kms. que nos distanciaban del centro de la ciudad. Pedalear con unos 25 kilos adicionales es una aventura en sí misma, déjenme que les cuente. El equilibrio pasa a ser el protagonista de la historia y la exigencia de fuerza no se queda demasiado atrás. Pedalear con peso adicional al del propio cuerpo es completamente diferente y realmente exigente, en mi opinión. Salimos del sector aeropuerto a la carretera y nos encontramos con buena berma para el pedaleo, aunque cada ciertos metros había unos pequeños y sucesivos lomos de toro que en nada ayudaban al equilibrio (supusimos que son para controlar el uso que las motos podrían darle a este espacio). La carretera avanzaba sin demasiado tráfico y el clima estaba templado, no estaba despejado pero a ratos el sol se dejaba asomar entre medio de débiles nubes. Podríamos decir que la temperatura era ideal para este primer trayecto. Unos pocos kilómetros más adelante nos encontramos con una señalética que invitaba a visitar el Parque Roosevelt, cuya entrada se divisaba fácilmente desde la carretera. ¿Por qué no? Entramos. Básicamente se trataba de un parque de grandes árboles y mucha vegetación, coronado por una linda laguna de mediano tamaño. Maravillados, nos detuvimos a disfrutar del paisaje unos minutos sin bajarnos de las bicicletas. De repente Diego advierte que estábamos cubiertos de mosquitos, especialmente mis piernas que, aunque estaban protegidas por un buzo, ya sufrían las desagradables picadas de esos sanguinarios seres. ¡PEDALEA POR TU VIDA, CTM! Y aún sobre ruedas, a la velocidad del Rayo McQueen y sin centímetro de piel descubierto de ropa, ¡los mosquitos nos seguían picando! Salimos lo más rápido posible del parque y ya de vuelta en la carretera nos detuvimos a liquidar a los pocos que se mantenían pegados a nuestras ropas, dandole fin a esa real cacería. En ese momento recordamos haber escuchado a alguien en el avión hablando de una supuesta plaga de mosquitos que estaba afectando a Buenos Aires que, entendimos, no era tan supuesta y posiblemente se extendía más allá de la ciudad porteña. ¡Bue! A lo que vinimos. Unos kilómetros más adelante dejamos la carretera para continuar pedaleando por la orilla del mar: una maravillosa rambla de varios kilómetros nos servía de grata ruta para lo que empezaba a ponerse algo cansador. Mal que mal habíamos dormido no más de 3 horas entre la noche anterior y durante el vuelo, sumando al hambre que ya empezaba a hacerse presente. A medio camino decidimos parar y nos comimos unos frutos secos para reponer algo de energía. Ya eran más de las 3 de la tarde y aún nos quedaba un trecho para llegar hasta el primero de los tres hostales que marcamos en el mapa. Los kilómetros se empezaron a sentir como millas de un momento a otro y el cansancio borró de a poco las sonrisas de nuestras viajeras caras. Agoteeeeeeeee. Llegamos al primer hostal: USD 13 por persona en pieza compartida de 12 camas, acceso a wifi, agua caliente, cocina y desayuno incluido, todo en un ambiente muy backpacker. Estaba bien, pero habíamos marcado un lugar un poco más barato a unas 15 cuadras, así es que con todas las no ganas de más pedaleo pero muy conscientes de lo importante que sería ahorrarnos todo lo posible desde el inicio del viaje, volvimos a subirnos a nuestras amadas-y-muy-odiadas bicis. 15 minutos de pedaleo en ascenso (¿quién %*]£&@$ dijo que Uruguay es PLANO?) y Diego pinchó el neumático delantero (¿puedo garabatear de nuevo o sería mucho?).
- ¿Y si nos vamos caminando con las bicis al lado hasta el hostal? - pregunté sin medir lo incómodo que sería caminar las 8 o 10 cuadras que faltaban, con peso, en subida y con un neumático en el suelo.
- ¡Estai más loca! Si igual vamos a tener que parcharla, mejor lo hacemos al tiro - fue la obvia repuesta que recibí.
Y ya, pateando la perra y todo, Diego se dispuso a arreglar el entuerto para darse cuenta que lo que pasó no fue precisamente un pinchazo, sino que la huincha ANTIPINCHAZO se había movido de su lugar y había pellizcado la cámara, LPMQLRMP. Filo, cámara parchada, antipinchazo a la basura y unos minutos después entrábamos a Willy Fogg: USD 10 por una cama en pieza compartida, agua caliente, wifi, cocina disponible, sin desayuno. Y como estamos en temporada baja, la pieza resultó ser compartida sólo la primera noche con un chico argentino que llegó a las 9 de la noche y se fue al amanecer. ¡Bien! Van mis recomendaciones para el hostal, si usted está en MVD y busca alojamiento lo más barato posible, siempre con buenas prestaciones como ricos espacios comunes (terraza con quincho para asado, amplio living con tv, acceso a computador conectado a internet, buena cantidad de baños, etc. Ya instalados, nos queríamos comer el mundo. Estando ubicados en una zona céntrica, encontrar supermercado nos tomó media cuadra y aquí vino nuestra primera gran sorpresa: todo nos resultó CARÍSIMO. Hasta ese momento pensábamos que Chile era el país más caro de Sudamérica y no podíamos estar más equivocados. Sólo por poner un par de ejemplos: el paquete de fideos de 500 grs. más económico que encontramos nos costó $1.000 chilenos (USD 1.5) y un paquete de salsa, lo mismo. Recuerdo que una bandeja de 6 tomates costaba $4.000 (USD 6.5) y una bebida de litro y medio, $1.500 (USD 2 y fracción). Los precios nos dejaron bastante preocupados (más a mí que a Diego, sospecho) y más adelante pudimos ir confirmando que, si bien no habíamos entrado al lugar más barato, sus precios eran bastante promedio. Cuando volvimos al hostal y nos repusimos con una buena porción de carbohidratos, conversamos con José, montevideano residente en Santiago de Chile quien nos recomendó comprar frutas y verduras en verdulerías más que en supermercado (ninguna sorpresa, en Chile pasa igual: frutas y verduras en supermercados son caras y de calidad media). Ya era hora de dormir.
Al día siguiente nos despertamos dispuestos a recorrer un poco la ciudad y abastecernos de lo necesario para iniciar el pedaleo rumbo al este. Teníamos que comprar gas para la cocinilla y provisiones. Aprovechamos también de whatsapearnos con Javier, un local cuyo contacto me había pasado la Vero, amiga de mi mamá, quien muy amistosamente se ofreció a invitarnos unos mates y buena conversación en su casa esa tarde. Nuestra idea era salir de MVD al día siguiente, en vista que estábamos pagando por un imprevisto alojamiento que, si bien fue lo más económico que encontramos, USD 20 por día no es una cifra que, en un viaje como este, se pueda pagar durante mucho tiempo. Ese día recorrimos parte del centro y del barrio Pocitos. Hicimos un par de compras, cocinamos en el hostal y ya en la tarde fuimos a lo de Javi, que resultó ser un sonriente anfitrión acompañado de sus dos perras golden de edad adulta: Luna y Lila. Javier vive en un cálido apartamento con piso de parquet y buena luz. Rápidamente nos sentimos como en casa al ver una maravillosa colección de piedras que nos recibía con todo su poder, a las que Diego se acercó como metal a un imán. En la terraza, una buena muestra de hierbas frescas fueron mi indicador de hogar ❤️. Corrieron los mates y la conversación fluyó como el agua, hablábamos el mismo idioma. ¡Es tan lindo cuando eso sucede! Vivenciar las sincronías que nos entrega el universo generoso, darse cuenta, una y otra vez, día tras día, encuentro tras encuentro, conversación tras conversación que todo, absolutamente TODO está causalmente dispuesto y que está en uno tomar o dejar... que las casualidades no existen, así de sencillo. Y claro, como suele suceder cuando la conversación es buena, se nos hizo hora de comer y decidimos partir, prometiendo dejar conversación para el fin de semana pues Javi nos invitó a las Sierras de Minas, lugar donde junto a su madre construyó recientemente una casita y -¡oh!- justamente tenía planeado ir de viernes a domingo con un amigo y su chica. Para nosotros no sólo sería conocer un lugar que no teníamos registrado en nuestro mapa de viaje, sino también nos significaba adelantar 100 kms. en la ruta hacia la frontera con Brasil.
Viajamos el viernes por la tarde en la Fiat Kangoo de nuestro amigo. Nos abastecimos de lo básico para comer, Subimos las bicicletas, nuestro equipaje, la bicicleta de Alejandro (el amigo antes mencionado), un calefont para la recientemente construída casa, a Luna, a Lila, a nosotros mismos y bieeeeeeen ajustados de espacio, partimos. El trayecto no sería demasiado largo así es que el no viajar del todo cómodos no era un problema. Unos 40 kms. antes de llegar a destino pasamos por Playa Verde, lugar donde vive Alejandro y ahí dejamos su bici y subimos a la Kangoo a su perro Gopi y a su chica, Nicole, que resultó ser una pelirroja estudiante de cine, cuyas manos prepararon unos maravillosos chapatis al desayuno ¡Qué lindo!
Aunque llegamos de noche y sin luz eléctrica en el lugar, ya pudimos apreciar la inmensidad de las sierras y la espectacular arquitectura en bioconstrucción de la casa: se trataba de un octágono hecho de una especie de pulcro adobe (mis disculpas a los entendidos en la materia sé que no era exactamente adobe la materialidad pero no registré con mayor precisión en mi memoria), baño seco, horno a leña y variados y preciosos detalles decorativos como puertas y ventanas de construcciones antiguas, un mesón central de cocina de gruesa madera nativa y pequeñas ventanas de colores que, no por casualidad, coincidían con los 7 chakras, entre otras cosas que aún se encontraban en desarrollo. Esa noche, luego de una botella de vino y un exquisito plato de pasta, nos fuimos a dormir con el ensordecedor silencio nocturno que complementaba en perfecta sinfonía con el soplido del viento y el incesante tamborileo en distintas tonalidades de algo que no lograba identificar hasta que pregunto y me aclaran que son nada menos que ¡ranas! Guaaaaaaau, ¡ranas! No podía creer lo que mis oídos estaban recibiendo, en varias oportunidades he escuchado el croar de las ranas, pero esto, créanme, era muy distinto. De verdad sonaban como tambores, ¡qué sorpresa más grande!
El día siguiente fue muy tranquilo; caminamos por el lugar y nos detuvimos en cada especie de flora y fauna que se presentó ante nuestros ojos. A pocos metros de la casa había un bosque de una especie llamada Coronilla y el escenario era como cualquier paisaje de El Señor de los anillos... ¡simplemente de fantasía! En la noche, Alejandro se lució con una muzzarella hecha en el horno a leña que estaba realmente exquisita, a pesar del rabeo del chef por no tener todos los ingredientes que quería (esas cosas que sólo los chefs entienden, mientras los comensales nos chupeteamos los dedos haciendo absoluto caso omiso de sus quejas). El domingo nos levantamos cuando aún no salía el sol, ya que Javi tenía que estar a las 8:30 am en el campo de fútbol cerca de MVD para jugar un partido de la liga, cuestión que, a pesar que todos estábamos advertidos y de acuerdo, nos pesó inevitablemente, jeje. Y nada, erca de las 7:00 am ya estábamos todos arriba de la Kangoo, agradecidos de la estadía, del lugar, de la comida y las conversaciones compartidas. Poco antes de las 8:00 am nos bajábamos de la camioneta en la ciudad de Pan de Azúcar, listos para ajustar los últimos detalles antes de iniciar el primer pedaleo con destino al Chuy, ciudad fronteriza mitad uruguaya, mitad brasilera.
En Pan de Azúcar compramos algunas frutas que se sumaron a nuestras provisiones. Viajábamos con un paquete de fideos, salsa, un poco de arroz sin preparar, hierba mate, sal, aceite y algo de miel que nos quedó después de preparar una buena cantidad de granola, destinada a durar un par de semanas como buena base de nuestra alimentación. En MDV habíamos comprado lo necesario para prepararla en Minas: 2 kilos repartidos entre avena, maní, pasas, semillas de maravilla, plátano deshidratado y miel, que nos dieron un total de 10 bolsitas ziploc de nutritiva y sana granola, tostada en horno a leña. También nos llevamos una bolsa de arroz blanco ya preparado, que había sobrado de nuestra estadía el fin de semana. Iniciamos el pedaleo con buen sol, lo justo para disfrutar a temperatura sin pasar calor. Salimos a la ruta 9, carretera de una vía por lado pero con buena berma. En las subidas más pronunciadas, un segundo carril se abría hacia la derecha para los vehículos más lentos, algo que se repetía en buena parte de la ruta. Unos 10 kms. más adelante nos detuvimos algo cansados (¡ya!) y como no teníamos apuro alguno nos instalamos a un costado de la carretera a disfrutar el sol, a comer un poco de granola y frutas y a conversar de la vida. Y es que los viajes producen eso: mucha reflexión respecto al pasado, presente y futuro, al estar lejos de casa y sin la cotidianidad diaria muchas cosas empiezan a removerse internamente, muchos asuntos se pueden observar desde una perspectiva más distante y muchas veces más objetiva, incluso. Personalmente es justo ese uno de los principales motivos por los que el mundo viajero me ha conquistado y me hace volver una y otra vez a vivir la experiencia... hay tanta, TANTA reflexión al moverse que fácilmente se vuelve adicción.
A pesar de estar en plena carretera, el paisaje era muy lindo: todo muy verde, el cielo prácticamente azul con una que otra nube dibujando lo alto y un flujo vehicular bastante tranquilo a pesar de ser domingo y una ruta principal. Y es que en todo el país viven cerca de 3 millones de personas, con lo cual es algo difícil encontrar demasiado ajetreo en casi ninguna parte. Esas condiciones hicieron que estuviéramos fácilmente 2 horas detenidos y ya cerca del mediodía retomamos el andar. Ese día pedaleamos 50 kilómetros y poco antes de las 18:00 hrs., justo antes que desapareciera la última luz del día, encontramos buen lugar para armar la carpa y descansar. Lo hicimos a una orilla de la carretera donde había una buena planicie de pasto recortado (gran parte de la ruta cuenta con pasto muy alto para tirar la carpa, fácilmente alcanzando los 30-40 cms.). Al cambiar a posición horizontal nos dimos cuenta de lo cansados que nos sentíamos. Nos ayudamos uno al otro con un poco de masajes en las piernas y antes de dormirnos vimos un capítulo de 13th reasons why, la serie del momento. Junto con el sueño, llegó la lluvia que fue intermitente durante la noche. Dormimos con el ruido de la carretera pero como el movimiento no era demasiado intenso, no fue mayor problema para un buen descanso. A la mañana siguiente comimos un poco de fruta y cuando nos disponíamos a desmontar el sencillo campamento, llegó a nuestro encuentro un local que, algo desconfiado, nos preguntó de dónde veníamos y si sabíamos que estábamos en propiedad privada. Se notaba que con cada pregunta que nos hacía sólo estaba buscando determinar si éramos personas de fiar. Incluso nos dijo que si nos hubiera visto la noche anterior, nos habría pedido nuestras identificaciones, pero como veía que éramos personas decentes,no lo haría (sus propias palabras). Nosotros, siempre muy tranquilos, le explicamos que no vimos ningún letrero u otra identificación de propiedad privada y que armamos campamento ahí porque nos pilló la lluvia, pero que como podía ver, ya nos marchábamos. Nos pidió que dejáramos todo limpio y cerramos la conversación, siempre cordial desde ambas partes. Volvimos a la ruta.
Nos propusimos detenernos en el siguiente negocio para abastecernos de fruta y alguna salsa para los fideos del almuerzo, además de llenar nuestras botellas con agua, que en ese punto ya estaba por terminarse. Pedaleamos unos 5-7 kilómetros y no encontramos ningún negocio, así es que nos detuvimos en una casa a pedir agua. Vimos que el dueño de casa, un caballero de edad, tenía gallinas así es que le preguntamos si tenía huevos para vender, pero la respuesta fue negativa. Nos indicó que el próximo negocio se encontraba a 11 kms. de donde estábamos, justo al lado de una comisaría. Hasta allá llegamos y nos encontramos con una vieja cantina cerrada. Por las polvorientas ventanas vimos que en el mesón había uno que otro víver, además de algunas botellas de cerveza y otros licores. Golpeamos y gritamos a la espera que alguien saliera y unos minutos después, ante nuestra insistencia, se asomó una señora sin muchas ganas. Nos hizo pasar y compramos lo que había: un kilo de harina, un paquete más de fideos y un paquete de galletas. Seguimos pedaleando y el amenazante cielo dio paso a una molesta garuga, de esas que moja como si cayera agua en baldes pero que a simple vista no se ve. Diego pedaleaba un poco más adelante que yo y alcanzó a esquivar el agua justo en una bajada pronunciada, pero yo avancé junto con la nube y en un punto de la bajada simplemente dejé de ver, entre la velocidad y el agua que empapaba mi cara. ¡A confiar en el camino! Y ya cuando la bajada terminó me reuní con Diego mojada como si me hubiera metido a la ducha y muerta de la risa. Ya empezábamos a sentir hambre y como el cielo se veía cada vez más cubierto, buscamos un lugar donde detenernos bajo cubierto. Encontramos un puestito de venta de choripan y huevos que estaba cerrado, pero que contaba con un precario techo que bien nos servía para cocinar resguardados de la lluvia que ya empezaba a caer. Comimos fideos pelados, pero con el consumo de energía y el frío que se empezaba a sentir, lo disfrutamos como el mejor de los manjares. Ese día esperábamos llegar hasta la ciudad de Rocha y aún nos quedaban 25 kilómetros por recorrer, así es que volvimos a pedalear. A esa altura ya empezábamos a sentir los efectos acumulativos del pedaleo y el cansancio se mostraba amenazante. Por ahí encontramos un pequeño negocio casero que ofrecía huevos de campo, quesos, algunas mermeladas y galletas envasadas y como no sabíamos en qué momento tendríamos oportunidad de volver a abastecernos, compramos huevos. Pedaleamos, pedaleamos, pedaleamos y poco antes que se fuera la luz del día, llegamos a Rocha. Entramos a la ciudad y paramos en la primera verdulería que encontramos, donde compramos varias frutas y verduras, dispuestos a cocinar algo fresco esa noche. Intermitentemente caía algo de agua y ya era de noche, así es que pensamos en buscar un hostel pero no encontramos más que un par de hoteles pequeños que no eran nada baratos. Me sentía ya muy cansada y mi estado de ánimo empezó a decaer. Pedaleábamos sobre adoquines y sentía que quería tirar la bici con mochila y todo para salir corriendo a refugiarme en cualquier hotel, darme un baño caliente, comer algo reconfortante y conectarme a una red wifi para reportarme viva, pues nuestra última conexión había sido hacía 3 días. Pero nada de eso pasó, decidimos comprar un par de cosas más y volver a la ruta para buscar un lugar donde armar la carpa y ya al día siguiente retomar camino hacia la laguna Rocha, que se encontraba a pocos kilómetros. A penas salimos de la ciudad empezó a llover y a unos cuantos metros del acceso a la ciudad, tras descartar un par de lugares nada cómodos para armar campamento, empezó a caer una fuerte lluvia con viento. Pedaleábamos frenéticamente mientras tratábamos de encontrar lugar entre las altas malezas. El viento se hacía más intenso a cada segundo, tanto que teníamos que gritar para escucharnos. Habíamos salido de la autopista hacia el camino a la laguna, pero unos 200 o 300 metros más adelante, jadeando entre la adrenalina y la energía que le pusimos al pedaleo, mojados de pies a cabeza, decidimos volver a la ruta principal y refugiarnos en un paradero de micro. En ese punto estábamos muy tensos y nos responsabilizábamos uno al otro por no habernos detenido antes. Traté de calmar mi respiración, que a esa altura estaba muy agitada y tiritando de frío me puse a llorar. Se me caían las lágrimas de rabia, cansancio, frío y hasta un poco de miedo. Diego me abrazó buscando apaciguar las aguas y darme calor, yo me dejé abrazar como niña. El viento y la lluvia golpeaban con más fuerza aún y buscando el lugar menos malo para armar la carpa, vimos que al cruzar la ruta el terreno estaba un poco mejor y ahí también había paradero. Nos disponíamos a cruzar y a Diego se le cayó su corta vientos, yo lo recogí y cruzamos. Cuando ya había pasado la línea divisoria del carril, una manga del corta vientos se trabó en la rueda delantera de mi bici, impidiéndome avanzar. Entré en pánico porque veía las luces de los autos que venían a mi encuentro, mientras yo trataba de deslizar la bici con todo su peso sin que la rueda cumpliera la función de rodar. Fueron sólo dos o tres segundos que miré a Diego a los ojos con real angustia, como la clásica escena de película en que el tiempo se detiene previo al atropello y muerte de la protagonista... Rápidamente levanté unos milímetros desde el manubrio y salí de ahí; de la película, de la carretera, del miedo, de la lluvia, de Uruguay, del viaje. Se detuvo el tiempo una fracción de segundo y volví.
Pasamos una buena noche, mejor de lo que pensé que sería y amaneció un radiante sol que nos acompañó los 3 o 4 kilómetros hasta llegar a La Riviera de la laguna Rocha. Ahí nos encontramos con un mini pueblito de unas 20 o 30 casas, en su mayoría, de veraneo. Como estábamos fuera de temporada, casi todas estaban cerradas y muchas de ellas tenían letrero de arriendo, como sucede en gran parte de los balnearios uruguayos. Llegamos hasta un sector de camping público y gratuito, de infraestructura hiper simple compuesta por mesa y bancas de cemento, barbacoa y baños, lo preciso para una acampada básica pero para nosotros, un lujo. Habíamos encontrado el primer lugar del viaje donde pasar unos días.
La Riviera de la laguna Rocha era un lugar super tranquilo, más aún encontrándonos fuera de temporada. Supusimos que en verano debe ser bastante distinto y nos imaginamos que un lugar así en Chile se repletaría en período estival. Y es que en nuestro país los lugares donde no tienes que pagar son prácticamente inexistentes o simplemente tienes que acampar sin autorización, reduciendo bastante las posibilidades de los campistas. Los días en la laguna fueron super tranquilos, pasamos gran parte de los días contemplando el entorno, caminando por el pueblo, cocinando al fuego, durmiendo temprano... Un día aprovechamos el solcito y nos metimos al agua, que muy bien le vino a nuestros entrenados cuerpos, jejeje. El clima esos días fue bien variado; tuvimos lluvia, sol, nubes, viento. Justo frente a nuestra carpa, cruzando la calle, teníamos un almacén que nos abastecía de todo lo necesario. El lugar lo atendía la señora Carmen, una mujer local de unos 60-65 años que llegaba cada mañana a eso de las 9:00 am junto a su marido y a su hija en un furgón, abría el local y se sentaba junto a su marido al solcito a tomar mate. Él se retiraba al poco rato junto a la hija y volvía al atardecer a buscar a la señora Carmen. Ella se pasaba el día entretenida entre la tele y la cocina, pues abastecía a la comunidad de productos frescos como pan casero, galletas y diferentes pastelitos. Las que más nos gustaron fueron una galletas llamadas "ojitos", que eran redondas, abultadas y en la superficie llevaban una buena porción de mermelada de membrillo, una masita muy típica de Uruguay que se encuentra prácticamente en todas las panaderías, pero, déjenme que les diga, a pesar de probar los ojitos de varias panaderías, no volvimos a encontrar unos más ricos que los de la señora Carmen. Diego y yo nos turnábamos para ir a comprar porque doña Carmen era muy conversadora y siempre quería saber más cosas sobre nuestro viaje y sobre nosotros, algo bastante entendible viniendo de alguien que vive en un pueblo tan pequeño, ¡que otra entretención hay!
Otro día decidimos ir a la ciudad de Rocha a buscar conexión wifi y así reportarnos con nuestra gente. El día estaba soleado y muy agradable, así es que aprovechamos para conocer un poco más el lugar y así llegamos hasta un gran parque público que bordeaba un gran canal o río de poca corriente, ¡era precioso! Cuando veo lugares así de lindos, siempre pienso en lo afortunados que son los locales por tener tan a su alcance y sin pagar ni un peso un lugar donde poder relajarse, pasear, sacar a los niños, pedalear o hacer un pic nic. Y ya que el solcito nos acompañaba nos fuimos a tomar un rico helado artesanal, disfrutando otro de las especialidades de nuestros amigos uruguayos.
Estuvimos cinco días en La Riviera, tiempo suficiente para descansar y volver a la ruta. Así, el domingo 14 de mayo bajo un cambiante cielo, reiniciamos el pedaleo con rumbo al balneario La Paloma, a 37 kilómetros de distancia. El paisaje a lo largo del camino fue cambiando y pasamos por una zona de vegetación bastante selvática. Pedaleamos por una carretera alternativa a la ruta principal, por lo que la berma se estrechó y en muchos tramos sencillamente no había berma así es que pedaleábamos por la misma calzada de los autos, lo que no significó ningún problema porque la cantidad de vehículos que circulaban por el lugar era realmente poca. A medio camino nos detuvimos a comer los huevos duros y papas que habíamos cocido para el viaje y ya a eso de las 4 de la tarde llegamos a La Paloma. Recorrimos un poco en busca de alojamiento y nos encontramos sólo con un par de alternativas a nuestro alcance. Nos quedamos en un hostel con alta capacidad pero que se encontraba vacío así es que la habitación de 12 camas se transformó en nuestra. El wifi, la ducha caliente, el acceso a una cocina y dormir en una cama fue un gran regalo después de una semana de acampar con recursos sencillos. La Paloma me pareció un mini Punta del Este: una calle principal que llega casi hasta la orilla del mar, repleto de comercio, restaurantes, bares y cafeterías y varias callecitas que la cruzan, donde hay casi puras casas y uno que otro edificio de baja altura. El 80% del lugar, entre comercio y vivienda, estaba cerrado. Una caminata nocturna para ver el faro (¡nunca había visto uno en vivo!), un buen descanso y ya estábamos listos para continuar pedaleando. Justo cuando nos encaminábamos a las afueras del pueblo, vi tirado en plena calle un pobre brócoli y el par de segundos que me tomó en atinar a parar a recogerlo, por si cabía alguna duda, me mostró un segundo "arbolito" tristemente abandonado en la vía. Diego me miró dudoso pero rápidamente se acopló a mis intenciones y los recogimos gustosos y agradecidos por el regalito. Mal que mal, los pocos brócolis que vimos en verdulerías no eran ni grandes ni baratos, así que, brócolis gratis: ¡bienvenidos!
Como viajamos sin obligación de tiempo y por lo tanto, sin apuro, muchas veces pedaleamos sin saber dónde nos detendremos a pasar la noche. Desde La Paloma avanzamos por un camino costero muy bonito que pasa por varias otras playitas como Costa Azul o La Pedrera y luego nos distanciamos un par de kilómetros del mar para seguir por la carretera. Nuestro siguiente destino era la playa de Balizas, un balneario más "hippie" que nos habían recomendado varias personas. Poco antes de Balizas se encuentra Cabo Polonio, un parque nacional al que han protegido incesamente de la llegada del mundo moderno: allí no hay luz eléctrica, sólo se puede alojar en casas de arriendo y la única forma de llegar es arriba de unos mini camiones 4x4 que se toman a la entrada del parque cuyo costo es de USD 15 por persona (ida y vuelta). Esto, porque desde la carretera hasta el pueblo hay 5 kilómetros de dunas y al ser un parque protegido, aún teniendo tu propio vehículo con tracción, no está permitido el ingreso de otra manera que no sea en los mini camiones o a pie. Javier, el amigo que conocimos en MVD y que muy gentilmente nos invitó a pasar un finde a su casa en las Sierras de Minas, nos recomendó encarecidamente conocer Cabo Polonio y pasar al menos una noche en ese lugar tan energético, donde las brújulas no funcionan y el cuarzo es la base donde se formaron los cimientos del pueblo, pero pasar la noche en una casa de arriendo sumado al costo del transporte era una cifra demasiado alta para nuestros bolsillos, así es que abortamos la idea. Más o menos una hora antes de quedarnos sin luz de día, decidimos buscar lugar para armar la carpa. Desde la carretera tomamos un camino de tierra bastante precario que, de acuerdo a Google Maps, llevaba hasta un lugar llamado Oceanía del Polonio, localidad previa al Cabo Polonio. El camino poco a poco se fue estrechando más y fue apareciendo arena hasta que ya no pudimos avanzar más. En el trayecto había algunas casas, la mayoría cerradas. Sabíamos que el mar estaba cerca pero desde donde estábamos no podíamos verlo así es que dejamos por ahí las bicis y caminamos siguiendo el sonido del mar. Nos encontramos en medio de una graaaaaan playa de bravo mar. Fácilmente eran 3 o 4 kilómetros de desierta y ancha playa, de arena, piedras y conchitas. No había huellas, no había rastros de humanidad. Ahí queríamos llegar. El viento se sentía fuerte, por lo que buscamos un lugar que nos refugiara un poco y esto significó armar la carpa prácticamente en el patio de una de las deshabitadas casas (no había ninguna demarcación del terreno, en todo caso. Nada que nos hiciera pensar que podría ser propiedad privada más que la cercanía con el inmueble). Terminamos de montar el sencillo campamento con la última luz del día y pensamos que sería rico un fueguito, así que tomamos linterna y nos fuimos a buscar algo de leña. Caminamos por el lugar completamente deshabitado y mientras recogíamos uno que otro palito sentimos ladridos de perros a lo lejos y también algo que sonaba como un hacha, lo que despertó nuestras volátiles mentes y nos imaginamos a un asesino en serie que nos masacraba en medio de esta nada sin que nadie se enterara... Ayyyyyy, la cabecita tan imaginativa, tan loquilla cómo inventa "realidades" dignas de la gran pantalla. ¡Nada! Volvimos a nuestro campamento con uno que otro palo en las manos y cuando nos sentamos en el suelo dispuestos a encender fuego, apareció ante nuestros ojos un estrellado cielo que, minuto a minuto fue mostrando más y más y más cuerpos luminosos. GUAAAAAAAAAUUUUUU. No puedo más que describir en palabras lo que eso fue, pues no hay cámara en el mundo que retrate con precisión lo que veían nuestros sorprendidos ojos (y sí, he visto esas fotos del cielo estrellado que toman los profesionales, pero tanto efecto, lente y técnica super ultra bacán al final no hacen más que disfrazar una realidad ni tan real, ¿o no?). La fogata fue rápidamente olvidada cuando nos echamos hacia atrás para quedar completamente horizontales y así disfrutar en totalidad de este magnífico espectáculo. De verdad y sin exagerar, esta fue la vez que más estrellas vi en toda mi vida. Cabeza con cabeza nos mantuvimos quietos bajo el frío de la noche. De repente vimos un cuerpo luminoso que atravesó el cielo de punta a punta en no más de un minuto y medio. No es la primera vez que yo veía algo así, me imagino que a muchos de ustedes les ha pasado igual. Ahí uno se cuestiona si lo que vio fue un satélite, una estrella fugaz con retraso o sencillamente un OVNI, porque un avión evidentemente no es. El tema es que este fue sólo el primero de unos 15 o 20 cuerpos luminosos que vimos atravesar el cielo a una velocidad similar durante una hora que estuvimos mirando el cielo. Para mí fue una experiencia única cuya explicación lógica desconozco y no tengo mayor interés en conocer. Fue un regalo, lisa y llanamente. Un regalo más de este multiverso generoso repleto de incógnitas que llegan día a día ante nuestros ojos desde el momento en que abrimos la cabeza y el corazón a las cien millones de posibilidades que la vida tiene.
El despertar en Oceanía del Polonio fue a tono con el lugar: silencioso y tranquilo. Con la paz de la mañana y un nuevo sol regalándonos su calor, tomamos desayuno y preparamos nuestras cosas para volver a la ruta. Ese día pedaleamos tranquilos 22 kilómetros hasta llegar a Valizas, otro conocido balneario de Uruguay. Se trataba de un pueblo pequeño y más hippie que otras playas del país, con no más de dos calles principales y algunas pequeñas que las cruzaban, en caminos exclusivamente de polvo y arena. En cuanto llegamos nos dispusimos a buscar un camping donde alojar y tras ver el 80% de las instalaciones cerradas, dimos con "Lucky Valizas", un eco camping con algunas habitaciones para los más cómodos. Motivados por las lindas instalaciones a un precio asequible, esta vez decidimos jugar a la comodidad y tomamos una habitación por dos noches. El lugar constaba de todo lo necesario para la estadía: cocina comunitaria, baños, duchas, conexión wifi. El local estaba comandado por Luciana, una argentina que reside en el lugar hace más de 20 años, aunque quien nos recibió fue Silvano, un brasileño que llegó hasta allá para un viaje de 3 semanas… y ya llevaba 3 meses. Los dos días que pasamos en el lugar los aprovechamos para descansar y recorrer los alrededores. Fuimos a la playa y pensamos en hacer las 3 horas de caminata hasta el famoso Cabo Polonio, pero desistimos ante la satisfacción que nos dio una exquisita caminata por las dunas cercanas en un atardecer glorioso.
El jueves 18 de mayo ya nos subíamos nuevamente a nuestras bicicletas para continuar el camino, cuyo siguiente destino era Punta del Diablo. Los 62 kilómetros que nos distanciaban del lugar nos hicieron dudar, sobre todo porque el clima se veía bastante inestable, así es que nos propusimos un plan B en caso de lluvia o mucho cansancio. Y tal como sospechamos, cuando iniciábamos el pedaleo nos golpeó la lluvia y aún así seguimos pedaleando. Más adelante, un nuevo chaparrón nos obligó a parar y estuvimos un rato haciendo dedo, sin tener suerte. A media tarde llegamos hasta el acceso de la ciudad de Castillos, nuestro plan B, al que llegamos justo antes de que nuevamente el cielo mandara lluvia. Nos detuvimos en un lugar techado: una oficina de turismo que se encontraba cerrada, lugar que nos pareció un buen refugio para pasar la noche. Pero antes de desmontar las bicis y armar campamento, cuando la lluvia paró, fuimos pedaleando hasta la ciudad, que hasta me atrevería a llamar pueblo, un lindo lugar de pocas calles abarrotadas de comercio y viviendas. Sacamos plata del cajero, que a esta altura ya se nos había terminado por completo y compramos algunos abarrotes para los siguientes días. Cuando estábamos volviendo al lugar que habíamos identificado para dormir, Diego dudó del camino que estábamos siguiendo y dio un inesperado giro, volviendo a bajar por la calle por la que veníamos y virando rápidamente a la izquierda, en un movimiento hábil. Yo, que venía a una corta distancia, quise seguirlo y cuando giré el volante para dar la vuelta en U, no pude controlar el peso de la bicicleta y, víctima de la gravedad, pasé por arriba del volante y me di flor de porrazo en plena calle. El dolor del golpe impidió que me levantara de inmediato y ahí quedé, tirada en el pavimento y llorando, mientras Diego venía a mi encuentro raudo. Recibí el golpe con el costado derecho del cuerpo. Lo que más me dolía eran las costillas y respirar me hacía contraer involuntariamente el cuerpo. Cuando pude pararme y al tiempo que Diego sacaba la bicicleta del medio de la calle, me senté en la cuneta y chequeé más certeramente el dolor que sentía. De inmediato supe que sólo se trataba de una contusión y no de una quebradura o algo similar, pues el dolor no acusaba una lesión mayor. Aún así pasaron varias semanas antes de dejar de sentir molestia en las costillas y los moretones en la zona, cadera y muslo sumados, se mantuvieron por varios días. Esa noche y las siguientes dos, dormí más mal que bien, lamentablemente.
Con costalazo y todo, volvimos pedaleando hasta el acceso a la ciudad y armamos la carpa antes que empezara a llover nuevamente. Cuando estábamos en plena tarea, llegó hasta nuestro improvisado refugio un chico preguntando si podía también acomodarse en el lugar para pasar la noche. Se trataba de Mario, un uruguayo que llevaba 7 años viviendo en Brasil y se encontraba regresando a su pueblo natal, cerca de Punta del Este. Iba a darle una sorpresa a su mamá, a quien no veía en todo ese tiempo. Mario había salido de casa a los 17 años, impulsado por la mala relación que tenía entonces con la pareja de su progenitora y ahora venía jugando a la vida, entre caronas (como se le llama a hacer dedo en Uruguay y Brasil) y comidas mendigadas. Llevaba con él tan sólo una mochila de mano que ni siquiera iba llena. Su sonrisa y buena onda se percibía a la distancia y rápidamente entablamos conversación los tres, contándonos, un poco, la vida. Con Diego quedamos muy sorprendidos de su historia y nos mantuvimos reflexivos por varios días, admirando su desapego, entrega y confianza en el universo, ¡tremendo maestro para nosotros! Cuando ya oscurecía nos metimos a la carpa y dejamos a Mario todo el espacio que ofrecía la garita (imposible invitarlo a dormir en nuestros 2x2 mts.) Poco antes de quedarnos dormidos, escuchamos que Mario hablaba con un par de personas más y, al compás de la lluvia, a mí me empezó a bajar el miedo. ¿Y si todo lo que nos había contado era mentira y simplemente quería robarnos las bicicletas? ¿y si las personas con las que ahora hablaba eran nada más que sus cómplices? ¿y si además de robarnos me violaban después de patear a Diego en el suelo, obligándolo a mirar? Yayayaya, mucha teleserie Anika, nada malo va a suceder, ¡duérmete! Y entre truenos, relámpagos y un viento que parecía que nos haría volar cual Dorothy, nos dormimos.
Despertamos con la primera luz del día y nos quedamos un rato en la carpa. Afuera seguía lloviendo, tras la tormenta de la noche anterior, que había sido poderosa. Cuando sentimos que la lluvia amainaba, salimos de la carpa y nos encontramos con una segunda carpa a nuestro lado, que pertenecía a los dos tipos que habíamos escuchado hablar con Mario la noche anterior. Se trataba de dos viajeros, también uruguayos, que venían desde Punta del Diablo en dirección a Punta del Este, en busca de trabajo. La energía de ellos era muy distinta a la de Mario: había aires de conflicto en el ambiente, pero no con nosotros, sino entre ellos. Sospechamos que eran pareja, aunque nunca lo evidenciaron y uno de ellos pasaba la mayor parte del tiempo entre quejas y lamentos, mientras el segundo, un grandulón de mirada dulce, buscaba permanentemente la forma de suavizar a su compañero, sin conseguir demasiado. Ese viernes llovió prácticamente todo el día y a pesar de eso, nuestros 3 compañeros de refugio decidieron continuar moviéndose y hacia la tarde, nos despedimos. Nosotros nos mantuvimos en el lugar, entendiendo que mientras no escampara, sería difícil volver a la ruta. El pronóstico anunciaba un sábado sin lluvias, así es que esa noche nos dormimos confiados.
El que creíamos que sería último día de pedaleo por Uruguay, no fue tal. Desde Punta del Diablo hasta Chuy nos separaban aún 44 kms. y aunque los pedaleáramos, sabíamos que íbamos a dormir a las afueras de la ciudad, para, al día siguiente, subir la bicis arriba de un bus que nos llevara más al nordeste (a esa altura, prácticamente ya habíamos decidido avanzar un poco sin pedalear). Pero veníamos con un ritmo de pedaleo bajo y cuando nos encontramos a las afueras de La Coronilla, 21 kilómetros más adelante de Punta del Diablo, decidimos entrar a conocer. Se trataba de un pueblo pequeño, aunque no tanto como Valizas. Sus calles eran mayormente pavimentadas y deben haber sido unas 10 cuadras, atravesadas por una gran avenida y dos más pequeñas a los costados (quizás un poco más, ¿12?, ¿14?). Las casas eran muy lindas y los jardines cuidados y ordenados en su mayoría, manteniendo una armonía muy agradable a la vista. Poco antes de llegar al final del camino, nos encontramos con un letrero que señalizaba un puente colgante. Qué nos dijeron a nosotros, ¡allá fuimos! Cuando ya no pudimos avanzar más en las bicis, las dejamos estacionadas con todo y equipaje y nos dispusimos a avanzar por un senderito que, poco metros más adelante, llegaba hasta el puente colgante: este atravesaba un canal o río que desembocaba directamente en el océano, que se podía divisar fácilmente desde ahí. El escenario era muy bonito, de harto verde y harta agua. Había poca gente, pero había. Tomamos algunas fotos, nos detuvimos un momento a contemplar y regresamos hasta las bicis. Decidimos, entonces, terminar de recorrer el pueblo y tras llegar a un mirador que daba a la playa, pensamos que lo mejor sería pasar la noche en el pueblo y levantarnos temprano para pedalear lo último y llegar a buena hora al Chuy. Así dimos con un gran espacio que nos pareció propicio para montar campamento, a la entrada del pueblo, detrás de una escuela pública y de un centro de salud. Se trataba de un predio abierto que tenía algunas instalaciones maltratadas por el tiempo: mesas y bancas de concreto, acompañadas por una que otra barbacoa que parecían no haber sido usadas hace rato. Aunque nada indicaba que pudiéramos tener problemas o que fuera un sitio privado, buscamos a quien preguntarle, pero siendo domingo, no encontramos a nadie. Armamos entonces la carpa y pasamos una noche en calma, aunque con algo de ruido proveniente de la carretera y de la avenida principal del pueblo.
Empezábamos a cerrar el pedaleo por Uruguay. Llegamos al Chuy poco después del mediodía: mucho habíamos escuchado acerca del comercio libre de impuestos de la ciudad, varios uruguayos nos habían comentado que se trataba de una gran zona franca, mitad uruguaya, mitad brasilera, que gente de todas las localidades cercanas visitaban con frecuencia en busca de todo tipo de artículos electrónicos, copetes, chocolates y un cuanto hay. En fin, lo típico de una zona franca. Y una vez más nos encontramos con dimensiones bastante menores a las que imaginábamos, tónica de prácticamente todo nuestro viaje por el país. Y es que un país que no llega a los 4 millones de habitantes en 176 mil kms2 ¡no tiene nada demasiado grande! Al final, el Chuy se reduce a dos grandes avenidas que se cruzan, atravesadas, a su vez, por unas 8 calles más; de un lado de la avenida principal es Uruguay, del otro lado, Brasil. Y los precios de la zona franca, a nuestro parecer, no tienen nada demasiado espectacular, en serio. Pero bueno, dejando de lado el comercio, nos fuimos directo al Rodoviario para ver qué posibilidades teníamos de llegar hasta Florianópolis desde ahí, pues mi hermana se había contactado con una amiga que vivía en la isla, quien, amorosamente, había accedido a alojarnos. Nos encontramos con que los buses a Floripa salían exclusivamente miércoles y domingo (estábamos a lunes 22 de mayo) y el valor del pasaje era de nada despreciables $U 1.800 (unas 40 lucas). A eso se sumaba una cifra, aún desconocida, por llevar arriba las bicis, monto que sólo podríamos negociar con el chofer del bus antes de subir. La segunda alternativa era un bus hasta Porto Alegre, el cual podíamos tomar esa misma noche, por un valor de $U 1.100 ($24.000 chilenos). Información más, información menos, ya era hora de comer, así es que volvimos a la gran avenida para buscar alguna alternativa conveniente y así sentarnos a discutir las posibilidades con las panzas llenas, pues ninguno de los dos somos (o éramos, a esta altura) buenos para pensar con hambre. Y así nos enfrentamos a una de las primeras decisiones importantes de esta aventura: en las 3 semanas que llevábamos fuera de Chile, aún no se vendían nuestros autos y el pequeño presupuesto con el que habíamos salido se encontraba en franca reducción.
¿Qué hacer? Las alternativas:
1. Seguir pedaleando hasta quién sabe cuándo, a pesar que ya veníamos medio cansados y bajo la advertencia que prácticamente los primeros 300 kms. eran de "nada", comentario de una española y un brasilero que conocimos en Lucky Valizas, que habían bajado desde Florianópolis pedaleando.
2. Gastarnos los $80.000 en el bus hasta Florianópolis, para lo cual tendríamos que buscar dónde dormir las próximas dos noches.
3. Tomarnos el bus hasta Porto Alegre y allá buscar otro bus hasta Florianópolis, entendiendo que, ya en Brasil y en una ciudad grande, podríamos encontrar más alternativas de precio.
4. Tomarnos un bus hasta Montevideo y ¿volver a Chile? Una idea que nos desanimaba enormemente, pero que era una posibilidad real, en vista de la situación económica y el "imprevisto" de no haber vendido, aún, alguno de los dos autos.
Fome :/
Evaluamos las cuatro opciones y finalmente, casi tirándolo al cara y sello, optamos por seguir el plan inicial: llegar hasta Sao Paulo para cruzar a Europa desde ahí, aprovechando de detenernos en Florianópolis, en vista que teníamos lugar para llegar, dándole tiempo a la bendita venta de los autos. ¡Y que así sea! Embalamos las bicis y esa misma noche estábamos camino a Porto Alegre (pagamos 2 lucas por cada bici, by the way). Y ya veríamos qué nos depararía, una vez más, nuestro amigo destino :)
Los días que siguieron al pedaleo por Uruguay, fueron muy, muy locos. Un corto paso por Porto Alegre y ya nos subíamos a un segundo bus, rumbo a Florianópolis. Allá nos recibiría Gabriela, una cálida y receptiva brasileña con quien mi hermana había hecho amistad años atrás en Pucón. Tras armar las bicis en la Rodoviaria de Floripa, nos lanzamos a pedalear los 16 kilómetros que nos separaban de Porto da Lagoa, el sector donde vive Gaby. Casi saliendo del terminal, en un semáforo pasé por el lado de un auto detenido para llegar hasta la esquina y no me di cuenta que en el suelo había barro, el que me hizo resbalar y me fui contra el auto golpeándome el costado derecho del cuerpo, especialmente cadera y muslo. Afortunadamente no fue más que el golpe y, de pasada, nada le pasó al auto (el dueño casi ni se inmutó). Igual me gané un nuevo moretón, nada extraño porque me marco con una facilidad increíble. En fin. Poco menos de dos horas de intenso pedaleo (gran parte de la ruta la hicimos por la calle, en una sola vía por lo que llevábamos la presión de mantener el ritmo de los autos) llegamos a la casa de nuestra anfitriona, quien nos recibió junto a dos de sus hijos: Julia, una chica de 12 años que físicamente se veía más adolescente que púber, y Benedito, un pequeño de ojos aceitunados y dulces 20 meses de vida. Gaby, con su pelo estilo Marilyn Monroe, nos abrió las puertas de su casa muy amorosamente, nos ofreció fruta, una ducha y el patio para instalar nuestra carpa. Mientras comíamos unos maduros y dulces caquis (muy diferentes a los chilenos, por lo demás), mantuvimos una prolongada conversación para contarnos, un poco, quienes éramos, a qué nos dedicábamos y una serie de detalles que nos fueron poniendo en contexto a ambas partes. Gaby, a un día de cumplir sus 39 años, madre de 3 (la menor, Manuela, a quien conoceríamos más adelante, estaba pasando una temporada con su papá en Curitiba), chef de profesión y corazón, vivía en casa de su mamá, Christina, con quien además trabajaba apoyando en la editorial de la cual es dueña y a la vez, escritora. Guau. De entrada me encontraba con un lugar donde se desarrollaban dos de mis grandes pasiones: la escritura y la cocina. Pura sincronía, como viene sucediendo en mi vida desde hace buen tiempo. Y si bien nos encontrábamos con un escenario muy “pintado” para mí, Diego también sintió que habíamos llegado a un buen lugar y que, de alguna manera, sería importante para ambos. Y ya les puedo asegurar que el movimiento energético que vivimos ahí, desde diferentes ángulos y puntos de vista, fue mucho más intenso y grande de lo que habíamos previsto.
Los días que siguieron al pedaleo por Uruguay, fueron muy, muy locos. Un corto paso por Porto Alegre y ya nos subíamos a un segundo bus, rumbo a Florianópolis. Allá nos recibiría Gabriela, una cálida y receptiva brasileña con quien mi hermana había hecho amistad años atrás en Pucón. Tras armar las bicis en la Rodoviaria de Floripa, nos lanzamos a pedalear los 16 kilómetros que nos separaban de Porto da Lagoa, el sector donde vive Gaby. Casi saliendo del terminal, en un semáforo pasé por el lado de un auto detenido para llegar hasta la esquina y no me di cuenta que en el suelo había barro, el que me hizo resbalar y me fui contra el auto golpeándome el costado derecho del cuerpo, especialmente cadera y muslo. Afortunadamente no fue más que el golpe y, de pasada, nada le pasó al auto (el dueño casi ni se inmutó). Igual me gané un nuevo moretón, nada extraño porque me marco con una facilidad increíble. En fin. Poco menos de dos horas de intenso pedaleo (gran parte de la ruta la hicimos por la calle, en una sola vía por lo que llevábamos la presión de mantener el ritmo de los autos) llegamos a la casa de nuestra anfitriona, quien nos recibió junto a dos de sus hijos: Julia, una chica de 12 años que físicamente se veía más adolescente que púber, y Benedito, un pequeño de ojos aceitunados y dulces 20 meses de vida. Gaby, con su pelo estilo Marilyn Monroe, nos abrió las puertas de su casa muy amorosamente, nos ofreció fruta, una ducha y el patio para instalar nuestra carpa. Mientras comíamos unos maduros y dulces caquis (muy diferentes a los chilenos, por lo demás), mantuvimos una prolongada conversación para contarnos, un poco, quienes éramos, a qué nos dedicábamos y una serie de detalles que nos fueron poniendo en contexto a ambas partes. Gaby, a un día de cumplir sus 39 años, madre de 3 (la menor, Manuela, a quien conoceríamos más adelante, estaba pasando una temporada con su papá en Curitiba), chef de profesión y corazón, vivía en casa de su mamá, Christina, con quien además trabajaba apoyando en la editorial de la cual es dueña y a la vez, escritora. Guau. De entrada me encontraba con un lugar donde se desarrollaban dos de mis grandes pasiones: la escritura y la cocina. Pura sincronía, como viene sucediendo en mi vida desde hace buen tiempo. Y si bien nos encontrábamos con un escenario muy “pintado” para mí, Diego también sintió que habíamos llegado a un buen lugar y que, de alguna manera, sería importante para ambos. Y ya les puedo asegurar que el movimiento energético que vivimos ahí, desde diferentes ángulos y puntos de vista, fue mucho más intenso y grande de lo que habíamos previsto.
Esa misma noche llegaba Christina, la dueña de casa, una mujer de descendencia alemana, nacida en la ciudad de Blumenau, en la región de Santa Catarina. Venía de pasar unos día en la hacienda familiar, ubicada en las Sierras de Santa Catarina, cercana al poblado de Urubici, a unas 3 horas de Florianópolis. Ella constantemente viajaba a “Canaán” (como nombró su padre a la hacienda, 30 años antes) a visitar a su madre y en ese momento se encontraba, además, avanzando con el proyecto de construirse una casa para ir a vivir allá y con la idea de armar una posada turística, a futuro. Gaby nos advirtió que su mamá era “un poco complicada”; una mujer de 60 años con sus mañas y no demasiado amiga de los cambios de rutina, quien, eventualmente, podría sentirse un tanto incómoda con nuestra presencia.
Así fue como iniciamos un período en esta hermosa isla, tiempo que se extendió mucho más de los días que pensábamos estar “de paso”, por ideas de proyectos que fueron surgiendo, planes que fueron armándose y desarmándose uno tras otro, conversaciones profundas y conexiones tan mágicas y sincrónicas que nos hacían sentir entre maravillados y asustados. La comida fue uno de los principales temas que se mostraron durante nuestra estadía en Floripa: constantes preparaciones exquisitas, una infinidad de aprendizaje en cuanto a técnicas, estilos, nuevos usos de ingredientes y descubrimiento de la materia prima local fueron la constante en este loco tiempo, en absoluto deleite. Con Gaby fuimos desarrollando una amistad y un trío muy especial, pero con el pasar del tiempo fuimos sintiendo una energía confusa, extraña, algo que nos hacía sentir incómodos, como si dentro de todo este escenario maravilloso de sincronías y fluidas energías, algo no encajara del todo. Junto a esto, físicamente nos empezamos a sentir algo cansados, de vez en cuando con dolor de cabeza y también nos enfermamos de la guata. Algo estaba pasando y Diego reaccionó más rápido que yo, levantando sus antenas y manteniéndose en alerta. Recurriendo a algunas herramientas y consultando un buen oráculo, entendimos que nuestras energías estaban siendo absorbidas, probablemente de forma inconsciente, por nuestra nueva amiga, quien venía pasando por un largo período de momentos complejos, y, al parecer, cerrando un importante ciclo de vida que la había mantenido por algunos años en un lugar con más sombra que luz. Muy oportunamente fuimos aconsejados para controlar energéticamente la situación e incluso abrimos el tema con Gaby, quien se mostró muy receptiva ante nuestro planteamiento y agradecida también por la ayuda que le ofrecimos, de manera de trabajar como un equipo, esto. La meditación, los baños de mar y los ejercicios de mentalización fueron, entre otras, las herramientas a las que recurrimos.
Buena parte de nuestros días en Floripa los dedicamos a trabajar en el lanzamiento de un libro de ficción escrito por Christina, con quien también desarrollamos una relación. En paralelo, yo fui traduciendo el libro del portugués al español, lo que me permitió ir aprendiendo bastante el idioma, pues con Gabriela la conversación era siempre en español. También quisimos armar un proyecto en cocina, pero por diferentes motivos y por más que fuimos buscando la forma de ponerlo en práctica, todo quedó en lindas ideas. El tiempo comenzó a pasar rápido y días antes de cumplir 2 meses en la isla, Diego sintió la necesidad de partir a un viaje en solitario, algo que, aunque no tenía forma, tiempo, ni lugar definido previamente, veníamos conversando desde antes de salir de Chile. Así, a exactos dos meses de nuestra llegada a “Cassandra” (el nombre de la casa de Christina y Gaby), mi mejor partner del mundo se lanzaba a vivir su propia aventura, viajando a Foz de Iguazú. Yo me quedé en Florianópolis un tiempo más, continuando el trabajo que ya habíamos comenzado y viviendo mi propio proceso y posteriores definiciones para avanzar en este viaje que, como maravillosamente sucede en mi vida, viraba su rumbo y mostraba nuevas formas, nuevos horizontes.
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