Recuperando el poder de parir

Desde el preciso momento que supimos que estaba embarazada, el 17 de septiembre de 2018, visualicé un parto en casa. Veníamos viajando hacía más de un año, “recorriendo el mundo” mi compañero y yo. Un loco paso por Finlandia fue el escenario en el que concebimos esta nueva vida, aunque tuvieron que pasar 38 años de ires y venires, de experiencias de toda clase, de mareas revueltas, de confusión, de amores dejados en el camino, de completos ríos llorados y fuertes vientos sofocados en risas… una vida completa experimenté para llegar a este momento: mi primer hijo. Veníamos acercándonos a Chile, pensando en hacer una visita a nuestras familias; pasar el verano y luego emprender viaje nuevamente pues una de las tantas cosas que descubrimos en la ruta, fue que no queríamos detenernos. Estábamos en Atlanta, Georgia, USA, en casa de Tim, un amigo al que conocí cuatro años atrás viajando por Indonesia. Llevaba algunos días sintiendo malestares y sin que mi luna llegara como lo hacía sagradamente cada mes. Teníamos un vuelo al día siguiente y ese fue el último impulso para decidirnos a comprar un test que dio positivo. Positivo. ¿Positivo? ¡Positivo! No hubo lágrimas, no hubo risas, casi no hubo sorpresa, tampoco. Diego me abrazó casi porque así debía ser, nos reímos justamente porque ninguno de los dos reaccionó de ninguna manera. Todo estaba siendo como debía ser.


El primer acercamiento que tuve al parto en casa fue gracias al libro “El bebé es un mamífero” del doctor francés Michel Odent, que encontré googleando. Todo lo que leí me pareció muy lógico: nuestra naturaleza como mujeres nos hace ser una máquina perfecta para parir sin intervenciones, sin médicos, sin instrucciones, sin anestesia… ¡sin anestesia! “Oh, por dios, ¿será que yo también puedo parir sin anestesia?”. Y así se insertaba profundo en mi corazón el primer acercamiento del parto en casa. Luego vinieron otros autores: Casilda Radrigañez, Consuelo Ruiz… refuerzos y más refuerzos a una idea que poco a poco se iba transformando en realidad. A principios de diciembre de 2018 y con 17 semanas de embarazo, llegamos a Chile a contarle a nuestras familias la gran noticia y junto con ello vinieron las primeras preguntas: ¿se hicieron alguna eco?, ¿fueron a control?, ¿ya tienen ginecólogo?, ¿dónde van a parir?. Habíamos decidido no hablar mucho acerca del parto en casa, pero se me hizo muy difícil cumplirlo pues teníamos que buscar al equipo que nos acompañaría en esta aventura y ¿cómo se busca sin hablar del tema? Hice mi mejor esfuerzo por conversar con las personas precisas, aquellas que me parecía que podían recomendarme doula, matrona, partera, ginecóloga, pero en vez de recibir datos, me encontré con la primera gran barrera: el miedo ajeno. Fue muy loco empezar a escuchar tanta opinión dominada por el miedo, por la necesidad de control, siempre aludiendo a “lo mejor para el bebé”, como si llegar a este mundo en un quirófano mega iluminado, con doctores por acá y por allá, con una mamá obligada a estar acostada en una cama y con un proceso acelerado por un equipo médico que lo único que quiere es irse a su casa rápido, fuera “lo normal”. Obviamente la gran mayoría mencionaba el parto respetado como una práctica que hoy es posible encontrar en algunos establecimientos de salud, cosa que me permito cuestionar abiertamente, basada en innumerables experiencias de las que he leído, que muestran que el concepto de parto respetado en su amplitud sigue siendo, al menos en Chile, una fantasía. Y sí, sé que habrá muchas mujeres que dirán que ellas sí tuvieron un parto respetado en una clínica u hospital, seguro que sí, pero el parto que YO quería tener no era posible en un lugar así. Remitiéndome al miedo: es tanto, tanto, tanto el pánico que se nos ha enseñado a tenerle a la muerte, que apostamos siempre a sostener la vida a como de lugar, de la forma que sea y como sea. Y se ha llegado a tal extremo, que vivimos previniéndolo TODO, anticipándonos a los peores escenarios y actuando desde “lo que podría pasar”. Pero nosotros no vivimos la vida de esa manera, ni Diego ni yo queremos vivir una vida previniendo nada (bueno sería cuestionarse desde dónde construimos nuestra realidad, ¿no?). Que venga lo que tenga que venir, que la vida fluya por su cause natural, que nosotros estamos aquí para experimentarla, no para pretender controlarla, idea que, por lo demás, me resulta sumamente ilusoria.



No. Yo no me iba a someter a un formato que, a todas luces considero antinatural a menos que realmente necesitara parir en un hospital, lugar al que recurriría sólo de ser necesario, en caso de enfermedad, que es para lo que, a mis ojos, sirven los hospitales. Mucho me reí cuando caí en cuenta de que el concepto “mejorarse” asociado al parto, concepto del que muchos nos reímos atribuyéndoselo a la ignorancia de quien lo utiliza, es una realidad, pues ¿a qué va una persona al hospital, si no es a mejorarse?
Leyendo a Consuelo Ruiz en “Parir sin miedo”, me encontré con lo que ella definió como los cuatro grandes enemigos del parto en casa: el miedo, el dolor, la impaciencia y la ignorancia. Fue en este último que me detuve especialmente y a partir de aquí decidí internarme en el proceso de parto desde el conocimiento, en entender cómo se produce, cómo sucede, ¿qué es una contracción?, ¿cómo se siente?, ¿cómo lidiar con el dolor?. Esto fue fundamental para enfrentar a esos cuatro “grandes enemigos” descritos por Ruiz. Mis respetos a ella y un agradecimiento de alma a alma, donde quiera que se encuentre hoy.
Semana 32. El tiempo pasaba y no había luces de la persona que nos acompañaría durante el parto. Nos cuestionamos, en algún momento, la idea de parir solos, sin ayuda, pero yo no me sentí segura. Mi única preocupación era que la mente no dominara al instinto durante el trabajo de parto, algo fundamental para que el proceso se desencadenara con naturalidad y al ser primeriza no saber reconocer una emergencia. Hasta que un día vimos la primera luz: se trataba de Leo, hermana de mi papá, matrona de profesión, quien nos ofreció monitorearnos durante el pre parto. Sentimos que todo se iba armando en armonía, era casi un sueño pensar en contar con la compañía de una mujer de mi propia familia, tal como me imaginaba los partos de una tribu indígena, ¡maravilloso! A los pocos días de este ofrecimiento, asistimos a un taller de parto en Casafen, organizado por Gestafen y una de sus caras visibles; Andrea Torres, quien nos conquistó con su energía, su calidez, su sonrisa y sus conocimientos. “Si la Leo no nos hubiera ofrecido su ayuda, me encantaría contar con ella”, pensé.



Semana 34 y el escenario volvía a cambiar (era la tónica de este embarazo, ¿no?): una honesta y consciente Leo nos explicaba que se lo había pensado mejor y que no se sentía capacitada para tomar un desafío como este. Mal que mal, no había ejercido el papel de matrona desde hacía más de 35 años. No fue fácil para nosotros escucharlo, pero comprendimos su postura y aceptamos la situación; para nosotros tampoco resultaba razonable que un momento tan especial como el parto fuera acompañado por alguien que no se sintiera capacitada, o estuviera nerviosa, si ya con nuestros propios nervios bastaba, jeje. Pero volvíamos al punto cero en este sentido y Gestafen y Andrea Torres resonaban fuerte en nuestros corazones. El problema que se nos presentaba ahora era que no contábamos con la plata para cubrir los honorarios del equipo. Seguí buscando; escribí en un grupo de conexión espiritual de Facebook en busca de ayuda y conecté con un par de bellas mujeres que me recomendaron a Andrea Torres y finalmente decidimos ir a hablar con ella y contarle nuestra situación. Andrea, preciosa, abierta a escucharnos y muy conectada con el fin último (o primero) que la mueve hoy, que es ayudar y acompañar a más mujeres a parir en casa, nos abrió sin dudar las puertas a un acuerdo económico que nos sirviera y ya terminando la semana 36 teníamos confirmada a nuestra guardiana y guía, ¡ahó! A los pocos días recibíamos su visita para conocer nuestro lugar, ya que vivimos algo apartados de la ciudad. Junto a ella vino Andrea Gonzalez y Pao Williamson; dos de las tres estarían acompañándonos el día D.
Una semana después asistíamos a nuestro espacio sagrado, el temazcal de Naseem, lugar en el que Diego y yo nos conocimos unos años atrás. Ese día elevamos nuestros recitos para que la llegada de nuestra criatura fuera amorosa y tranquila y así invitamos a Clementina a cerrar su proceso in útero y a hacer su aparición en este mundo terrenal. Nunca nos imaginamos que esta invitación sería tan perfectamente escuchada por ella, tanto así que al día siguiente, tras una deliciosa caminata en el cerro, boté lo que creía era el tapón mucoso. Era Lunes 6 de mayo por la tarde, Diego tenía trabajo al otro lado de la ciudad y aprovechó para dejar en el metro a dos chicas extranjeras que se habían quedado con nosotros un par de semanas. Nuestro nido volvía a ser de nuestra exclusividad. Yo me quedé muy tranquila y aproveché el tiempo para instalar mis lanitas a modo de cortinas en nuestra pieza, tarea que llevaba algunas semanas suspendiendo. Cerca de las 11 de la noche volvió mi roble y antes de dormirnos decidimos actualizar nuestro listado de tareas pendientes, gran parte de ellas relacionadas al parto. Aprovechamos también de colgar el fular y una cuerda de algodón como segundo apoyo, pensando que sería útil para el trabajo de parto. Ya dispuestos a dormir, poco antes de la medianoche, sentí la primera contracción. El último tiempo estuve muy dudosa respecto a las contracciones, por más que leí y recurrí a amigas para entender cómo se sentía, no estaba segura de haber tenido alguna durante el embarazo y con esta primera no me cupo ninguna duda. Era una sensación fuerte en la espalda baja, una molestia aguda que nunca había sentido antes y que no bastaba con cambiar la postura para dejar de sentirla. Pasó. Decidimos enviar un whatsapp a nuestras matronas informando sobre el tapón mucoso y sobre esta primera contracción. Andrea Torres nos contestó que nos mantuviéramos tranquilos y atentos a posibles indicios de líquido amniótico, de lo contrario “vida normal” como le gusta decir, jaja, acompañado de un “yo creo que guaguito arrayanino se  viene este finde” (así había nombrado el chat, en vista que no sabíamos si trataba de un niño o una niña y mucho menos teníamos un nombre escogido). A partir de esa primera contracción vinieron las demás, cada vez más seguidas. Pasada la medianoche empecé a anotar la hora en que venía cada una, para saber con qué frecuencia eran y la verdad es que sólo alcancé a anotar 3 o 4, que eran bastante seguidas, cada 7-8 minutos. Eso fue lo último que hice desde la mente. El trabajo de parto había comenzado y mi roble sostenedor se empoderaba maravillosamente de su rol: encendió la estufa, fue de acá para allá revisando y arreglando detalles en nuestra pieza, siempre atento y conectado a mi actuar. Yo le describía lo que iba sintiendo, siempre tranquila, sin miedo. Nuestro ritual empezaba sin haber terminado los preparativos; sin altar, sin la “playlist” de parto que lentamente había empezado a armar, sin la pelota de pilates que teníamos que ir a buscar donde la vecina, actuando espontáneamente cada uno en su rol, juntos y separados, en la perfecta intimidad de nuestro nido. Baños de tina, aromaterapia, el ritmo de una percusión y los cantitos improvisados de mi compañero, mi hombre, mi roble sostenedor que entraba en su propio trance para dar la bienvenida a nuestra pequeña. Porque sí, a esa altura yo ya sabía que era una niña y en cada nueva contracción empecé a hablarle, a invocarla, a pedirle que me ayudara, que trabajáramos juntas para su llegada. Las contracciones se hacían cada vez más intensas y yo me movía de un lado a otro de la pieza, buscando alivio y poniendo en práctica aquellas recomendaciones que había leído. La respiración fue mi principal foco. Algunas veces, en mitad de la contracción, gritaba algún garabato y acto seguido me daba cuenta que maldecir no me servía de nada, así es que cambiaba las groserías por pequeños gritos, mientras sacudía los brazos y las manos buscando expulsar el dolor. A veces exclamaba “¡fuera dolor!” otras veces decía “soy el dolor, me transformo en él”. El cansancio empezaba a apoderarse de mí y busqué alguna postura que me permitiera “dormir” entre una contracción y otra. Definitivamente lo peor era estar acostada. En cuanto empezaba la contracción, yo saltaba como un resorte de la cama y volvía al movimiento. Por ahí también aplicamos algo de rebozo, yo arrodillada a los pies de la cama y con el tronco apoyado en esta, con los ojos cerrados, Diego sobándome la espalda baja en silencio, atento, solícito, respetando mi momento sin dudar, sin desesperar como en algún momento creí que podía pasar (fue una de mis aprensiones durante el embarazo: que mi compañero entrara en desesperación). Mi mejor partner del mundo, como lo llamé desde el inicio de nuestra relación. En algún momento recordé una recomendación que leí de Consuelo Ruíz: me acosté en el suelo y doblé mis rodillas, abriendo mis caderas y juntando ambas plantas de los pies. En esa postura esperé la siguiente contracción pero fue imposible mantenerla. Volví a mi andar. Me colgué del fular, volví a caminar. Un nuevo baño de tina y el agua calentita aliviaba bastante, aunque en plena contracción me retorcía en la tina, buscando una mejor postura, siempre creyendo que la encontraría, que el dolor pasaría si encontraba la postura ideal, pero el alivio sólo llegaba cuando la contracción se iba y me limitaba a aceptarlo así. La única pregunta que recibí de mi roble fue: "Anika, ¿sientes que la guaguita viene en camino?”. Y un rotundo SÍ movilizaba a “las Andreas” hasta nuestro nido, poco antes del amanecer. Llegaron sigilosas, sin hacerse notar. Creo que Andrea Torres fue la primera en entrar y me preguntó cómo estaba. “Cansada, muy cansada”, le dije, a lo que respondió: “bien, eso significa que tu guaguita va a nacer pronto, que falta muy poco. ¿Puedo examinarte?”. Accedí. Monitoreo mis pulsaciones y luego las pulsaciones de nuestra hija. Todo en orden. Salió de la pieza y a partir de entonces pocos recuerdos nítidos tengo. Sé que en algún momento me quedé sola, no sé cuánto fue pero fue perfecto. La noche ya se había ido y empezaban a aparecer los primeros rayos de sol de un día muy muy luminoso, tanto que sentí la necesidad de irme a una cueva. Cuando las matronas habían venido a casa, pocos días antes, habíamos revisado los espacios y con ello comentamos que el walk in closet sería un posible lugar para parir. Allá me fui y me encontré con un espacio modificado previamente por Diego: mantas, cojines y ropa removida para tener más espacio y comodidad. Y ahí estuve en soledad, en meditación, absolutamente fuera de este plano, viajando a planeta parto a buscar a nuestra pequeña entre cantitos, rezos y guturales sonidos que salían de mi cuerpo en cada marejada que traía las contracciones. "Venida, venida, hijita bienvenida” cantaba acompañándome por golpecitos que daba con mis manos en el suelo, a falta de tambor. “Venida, venida, guaguita bienvenida” cantaba con los ojos cerrados y el ceño fruncido buscando, buscándola. Y una pausa para esa contracción que ¡aaaaahhhhh! evidencia que ella ya viene. “Venida, venida, chiquita bienvenida” ¡cantaba fuerte y alto! para que supiera que allí estaba, acompañándola, a su servicio. “Venida, venida, Clementina bienvenida”. "¿Clementina? ¿es ese tu nombre?”. Y así lo supe, sin haberlo pensado alguna vez. Nunca, de todos los nombres que alguna vez pensé para una hija (y bien sabrán quienes me conocen desde niña que alguna vez hasta listados de nombres escribí para los 10 hijos que quería tener, jajaja) Clementina había pasado por mi mente. Pero ella se llama así, no había nada que escoger y mi canto se apagaba dando paso a una nueva contracción, poco antes de que las Andreas llegaran a mi encuentro. Un nuevo monitoreo de las pulsaciones marcaba nuevamente positivo. “¿Sientes que quieres pujar?” preguntó Andrea T. y asentí sin mucho pensarlo. En cuclillas y en compañía de mis queridas matronas, comencé a pujar entre contracciones y gruñidos animales. Pero las contracciones se sentían fuerte y no pude mantener la posición, mientras una ráfaga de mente me hacía cuestionar: "¿será que realmente es una Clementina o mi deseo inconsciente me la está jugando y es un niño? Quizás no quiere nacer para no decepcionarme…” pensaba e inmediatamente le expliqué sin vocalizar, que si era un niño sería igual de bienvenido.Así me fui una vez más a la tina que seguía con el agua del último baño, aún lo suficientemente tibia como para permitirme disfrutarla y calmar, en alguna medida, la intensidad del dolor. Continué pujando y los gruñidos se transformaron en gritos. Mantenía los ojos cerrados una parte del tiempo y a ratos los entreabría. De pronto elevé un poco la vista y a través de una pequeña ventana del baño pude ver el cerro del frente iluminado con un radiante sol, hermoso, profundo, ¡vivo! Y sonreí hacia dentro, entendiendo insconcientemente que sería allí donde Clementina nacería dentro de un rato, con la vista hacia nuestro Apu contenedor.



Pujé un par de veces más entre gritos, pero no lograba profundizar en la sensación física, no lograba sentir y saber si el pujo estaba permitiéndole a Clementina avanzar, ¡sentía que no conectaba! Andrea T. estaba frente a mí y la miré con angustia. “No sé qué pasa, ¡no puedo hacer más!”. Ella, muy calma y certera, dijo: “La guaguita ya está aquí, se siente su cabecita, tienes que pasar la barrera del dolor Anika, no tengas miedo”. Y volví a pujar con más intensidad de la que creía que podía, grité aún más fuerte por el esfuerzo, sentí que todo mi cuerpo se expandía y me transformaba en luz por breves segundos cuando Clementina aparecía finalmente en este plano y un inmenso alivio físico se hacía presente, drástico y rotundo. Eran las 10:11 am. y fue Andrea G. quien la recibió y la puso entre mis brazos. La miré y me permití sentir la ausencia absoluta de dolor, descansando en su presencia, en sus ojos abiertos. “Es una niña” dijo una de las Andreas y yo asentí. “Ella es Clementina”, dije yo. A los pocos minutos asomó Diego en la puerta del baño, sorprendido nos miró y pude ver sus emocionadas lágrimas mientras se abalanzaba a nuestro encuentro, a conocer finalmente a nuestra hija. Nos sonreímos.



Un momento después, las matronas me preguntaron si quería moverme a la cama y asentí. Ahí nos quedamos los tres, abrazados, absolutamente inmersos en ese embriagador baño de oxitocina, disfrutándonos, amándonos todo el tiempo que quisimos, con nuestras Andreas dejándonos el espacio íntimo exclusivo para nosotros. Esperábamos el segundo alumbramiento; la salida de nuestra bendita placenta, cuando apareció Andrea T. con un plato de fruta picada, perfecto. Me preguntó si sentía nuevamente contracciones mientras tiraba sutilmente del cordón umbilical, mi respuesta fue negativa. Pasó el tiempo y chequeó un par de veces más, pero no había ningún indicio de que la placenta fuera a salir. Ya habían pasado tres horas desde la llegada de nuestra pequeña y Andrea T. me sugirió que le hablara a la placenta, que le diera las gracias por su valioso trabajo y le explicara que ya había llegado la hora de salir, mientras ella tironeaba del cordón. La placenta se negaba a dejar mi cuerpo y en una maniobra el cordón se cortó.



Fue bastante obvio que la situación se transformaba en emergencia: Andrea G. cortó el cordón para que Diego pudiera tomar en sus brazos a Clementina y acto seguido me ponían la intravenosa junto a la debida explicación: “Anika, vamos a inyectarte paracetamol pues la placenta no quiere salir y voy a tener que sacarla manualmente. Es eso o tenemos que trasladarnos” decía una eficiente Andrea T. al tiempo que Andrea G. me pinchaba también el muslo explicando de qué se trataba, pero a esa altura yo ya no retenía la información, simplemente me limitaba a enviar todas mis energías a mi útero, hablando en voz alta con la placenta al momento que Andrea T. introducía su mano en busca de nuestra resistente amiga y yo intentaba con todos mis recursos relajar mi cuerpo para facilitarle el trabajo, aunque mis músculos naturalmente se contraían. No fue un momento fácil, pero no cabía en mí la posibilidad de movilizarnos hacia un centro asistencial a esa altura, así es que aún con mis muslos tiritando, resistí el dolor y Andrea pudo hacer un trabajo de joyería al sacar la placenta por partes, retirando el 100% de ella, algo que comprobamos al día siguiente a través de una ecografía que ella misma coordinó. Así, con esta última difícil sorpresa, concluía un maravilloso trabajo conjunto que repetiría sin ningún cambio y sin dudar.



Hoy, a 7 semanas del nacimiento de nuestra pequeña, miro hacia atrás inmensamente agradecida por la experiencia; agradecida del tremendo compañero que tengo a mi lado, mi #mejorpartnerdelmundo, mi #roblesostenedor, mi amor Diego, agradecida del apoyo, el respeto, las palabras precisas y el profesionalismo de mis queridas Andreas y de todos aquellos que de una u otra manera estuvieron con nosotros en este hermoso viaje de 9 meses.


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