La cueva de las madres

Había una vez una madre en vísperas de luna llena. Ella quería celebrar. Bailar al ritmo de los tambores, al calor del abrasante fuego. Se sentía llena de vida; era la energía de la luz que viajaba por sus venas, recorriéndole el cuerpo entero. El día se acababa, el sol se despedía, se iba a tomar su merecido descanso. La madre se preparaba para la fiesta. A lo lejos, la cueva tomaba vida. Oscura, tibia, profunda, entonaba una canción, un llamado intenso al alma de la madre que la invitaba amorosamente a entrar, a sumergirse en sus profundidades. Era un canto tan poderoso que la mujer no pudo ignorar, a pesar de sus deseos de festejar. Caminó, así, hasta la entrada y ahí se detuvo. Se sentó y respiró, sintiendo el silencio sepulcral. El miedo se apoderó de su ser y lo hizo con tal fuerza que sintió la muerte muy de cerca. Escuchaba, entonces, el canto desolado de la cueva; era un llanto materno, cargado de melancolía y de goce por igual. La madre tembló y continuó sosteniéndose ahí, en la entrada, dudando acerca de sus pasos, atemorizada por sus sombras que, dentro de la cueva, crecían y multiplicaban su tamaño hasta dimensiones desconocidas. La mujer, en un breve instante de cordura, conectó con sus guardianes, sus maestros ascendidos y pidió por su protección y guía. Fueron las voces de los niños lo que la hizo volver a tierra. Eran muchas voces distintas: risas, llantos, ruidos, gritos, ¡juegos! ¡Los niños estaban jugando! La madre quizo huir, correr para sostener el silencio y sin dudarlo más, entró en la cueva. Lo hizo a hurtadillas, como si de un bebé se tratara. Sus piernas no tenían la fuerza para mantenerla de pie, así es que se quedó en el suelo, ya dentro de la cueva. Sostuvo el ahogado llanto que la madre reconoció como propio, aunque no le pertenecía. Era, realmente, la voz de sus ancestras. De todas ellas. En sus melodías se podía distinguir los llantos desconsolados producto de los bebés que no llegaron a nacer, de los sofocados gritos de las madres que criaban bajo las ordenanzas de una sociedad que sólo las empuja a liberarse del rol materno, del cuerpo que cambió ya no volvió a ser lo que fue. Eran llantos desgarradores. La madre navegaba por sus dolores y los de toda su estirpe. Sus lágrimas eran espesas, densas, como si de sangre se tratara. Ahí, sumergida en el mar de mocos y agua salada se vio a sí misma cuando era una niña. Estaba sola, desamparada. Llamaba a mamá; única fuente de su consuelo. Pero mamá no venía, no estaba disponible para ella. Estaba sola en el mundo.

En posición fetal, la madre lloraba a su pequeña niña cuando, en alguna parte en medio de la oscuridad, vio una pequeña chispa. La chispa avanzó hasta alcanzarla y se hizo muy brillante, tanto que la madre no pudo vez nada más que luz y de un segundo a otro, entró por su garganta y bajó hasta su pecho, instalándose en su corazón. Era la luz de sus propios hijos, aquello que la anclaba a la tierra. Inmediatamente pensó: ¿dónde están mis niños?" y en ese segundo, justo antes de entrar en el pánico de la separación, llegaron sus bebés. Ella fue a recibirlos y los hizo dormir al ritmo del canto materno."Tienen frío" sintió y tocó sus pies para comprobarlo. Estaban gélidos, ella siempre lo supo y nuevas lágrimas brotaron de sus ojos, eran lágrimas de rabia, esta vez, por su propio descuido. Tomó, así, cada uno de los piecitos y les entregó el calor de sus manos y de su aliento, mientras susurraba palabras de consuelo al ritmo de su sollozo. Los niños descansaban, ya arropados, y la madre volvió a su viaje. Fue entonces cuando vio la silueta de su compañero. Él había traído a los niños, respondiendo al mudo llamado del corazón de la madre. Ahí se encontraba él, de pie delante de sus ojos, mirándola con todo el amor con que un orgulloso padre siente por la madre de sus hijos. Al vez sus lágrimas, le ofreció su abrazo y la cubrió completa. Ella dejó escapar un sutil quejido que rápidamente se transformó en lamento. Él la acariciaba mientras le repetía amorosas palabras de consuelo. La madre se enterraba en el pecho de su amado para seguir llorando. Luego recordaba los fríos pies de sus hijos y volvía a ellos, siempre llorando. La culpa se transformaba, entonces, en buen motivo para sus lágrimas que poco a poco empezaban a disolverse hasta que ya no hubo más.

El silencio se apoderó nuevamente de la cueva y la madre se quedó ahí, en calma.
Antes de salir de la cueva, la madre dio las gracias y supo que siempre volvería a ella cuando sintiera su llamado. Al final de cuentas, era el lugar más seguro donde alguna vez estuvo.

Octubre 2022

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